de nuevo había perdido la mirada.
tomaba la taza de café y la observaba, como si al fondo de la taza hubiera otro
mundo entero que tuviera que descubrir. su nombre no lo sabía; solo sabía que venía
todos los días, normalmente sola. tenía los ojos pequeños y las pupilas
grandes; si la miraban a los ojos quedaban abstraídos un pequeño momento, hasta
que decidían que no había nada extraño en ellos. siempre tenía buena postura y
lo miraba a uno a los ojos.
normalmente se sentaba en alguna
de las esquinas del salón que estuviera más vacío. cuando se sentaba en el
salón de abajo yo podía mirarla de reojo. a veces ella también me miraba pero
entonces yo me metía en mi papel de anfitrión y, con un gesto, le preguntaba si
deseaba algo más. ella decía con otro gesto que no, que estaba bien, y sonreía.
era una sonrisa como las que se aprenden a hacer tan solo por los buenos
modales que hay que tener para con todos. nunca la vi fuera de esa actitud de
señorita de ciudad, respetuosa y manteniendo la distancia, pero con una calidez
tranquila y natural. procuraba no ir al baño más que para lavarse las manos o
cualquiera de esas cosas que hacen las mujeres frente a los espejos. no todas,
pero ella sí.
los lunes venía a las diez de la
mañana, minutos más, minutos menos. pedía un tinto y sacaba de su mochila unos
chocolates suizos que alguien le había regalado. eran pequeños y muchos, y solo
gastaba uno cada vez. los lunes sacaba su cuaderno verde y escribía. siempre me
pregunté qué estudiaba, pero nunca se me ocurrió una carrera que le combinara
con sus vestidos, sus maneras y, sobre todo, sus cuadernos.
los martes venía a las doce del
mediodía, o bien a las dos de la tarde. era más común verla en horas de la
tarde, porque a la hora del almuerzo el café se llena y eso a ella no le
gustaba. si venía a mediodía, pedía un tinto y se iba. si venía a las dos,
pedía un capuccino y se ponía los audífonos para escuchar música. a veces
cerraba los ojos; si no, miraba alguna revista o libro del revistero.
los miércoles no venía, así que
supongo que por eso no hacía nada en su cuaderno los martes. seguro no tenía
clases el miércoles, nada para hacer, nada que leer.
los jueves venía sola y se sentaba
a leer toda la tarde, normalmente en el segundo piso. yo intentaba subirle su
tinto para ver cuál era el libro de la semana. nunca me atreví a preguntarle
nada de ningún libro; tan solo dejaba el tinto a su lado derecho, con la oreja
hacia fuera, para que pudiera cogerlo con comodidad. a veces se sentaba en la
mesa de los cojines y estiraba las piernas. solo hacía esto si ese día no se
había puesto falda sin medias; si estiraba las piernas en el suelo, con
seguridad tenía pantalones, medias o leggins. empecé a buscar los libros que
ella leía para hojearlos. si me gustaban, los iba poniendo en mi lista mental
de libros por leer. si no, pues no. pocas veces le encontraba un libro que yo
ya hubiera leído. quizá estudiaba literatura, pero tenía una ternura en ella de
la que carecen la mayoría de las literatas. tenía cierta inocencia que me decía
que ella no era de las que leen para estudiar, ni quieren hacer de los libros
un estilo de vida.
los viernes no solía venir, pero
cuando venía lo hacía acompañada. amigos, amigas, quizá algún que otro amante.
nunca la vi besarse con alguien, pero era evidente que muchos la deseaban. y
muchas también. cuando traía a alguien nuevo, este se sentía triunfal. quizá de
que había sido invitado por ella a un sitio como este. cierto viernes uno de
ellos no hizo más que bromas estúpidas con ella, con los meseros, conmigo en la
caja. ese viernes fue el último viernes que vino acompañada.
el día en que me preguntó mi
nombre no me lo esperaba. es santiago, le dije. ¿y tú, cómo te llamas? no puedo
decir su nombre, pero era el nombre que se esperaría de una mujer de estas
características. ninguna sorpresa. me dijo, santiago, ¿tú me podrías hacer un
favor? es que tengo que hacer una vuelta antes de volver a clase, y no quiero
cargar con estos dos libros que hacen peso en mi mochila. ¿podría dejarlos
contigo y recogerlos a eso de las cinco? los libros estuvieron donde ella los
dejó. no quise tocarlos, siquiera. sentía que si los tocaba iba a atravesar
alguna especie de frontera sin los papeles requeridos para el trámite. se
sorprendió un poco de encontrarlos en el mismo lugar, pero no dijo nada al
respecto. tan solo sonrió y me dijo gracias, santiago. me dio la espalda y
salió.
pocos días después de eso comenzó
a venir más seguido. venía con el que yo pienso que era el novio, aunque nunca
los vi dándose un beso. solo una vez los vi tomados de la mano a dos cuadras de
acá, caminando quién sabe a dónde. hacía sol y se veían felices. ella se reía
con los chistes de él, y él comenzaba a adquirir una mejor postura. hacían
bonita pareja, aunque se cuidaban mucho de no mostrarlo en público.
una vez él salió primero que ella.
ella se quedó arriba, sola, leyendo. estaba triste, pero tampoco vi nunca una
lágrima en sus pequeños ojos. dejó de venir durante tres semanas, y cuando yo
pensé que no la volvería a ver vino con una bolsa de la librería del fondo de
cultura económica cargada de libros. se sentó, como siempre, con su tinto del
lunes, a destapar libro por libro. yo todavía no logro entender por qué no la
vi ese día con tres amigas en vez de tres libros, hablando mal de los hombres y
de la vida. no entiendo por qué volvió después de tres semanas. ese lunes no le
pregunté nada, pero cuando le llevé el tinto a la mesa me preguntó cómo estaba.
hecho insólito. le dije que bien, y aproveché la oportunidad para decirle, hace
tiempo que no venías. dibujó esa sonrisa de siempre y me dijo, gracias. yo me
retiré y ya no volví a mirarla.
creo que siempre fui, para ella,
un hombre sin rostro, un santiago sin forma. creo que tan solo era una función
o una consecuencia de sus tintos y capuccinos. nunca se dio cuenta de que la
miraba, y nunca iba a afectar su vida ni para bien ni para mal. ella tampoco lo
haría con mi vida, pero a mí me causaba curiosidad. quizá esto, en el fondo, me
molestaba, pero qué podía hacer más que seguirla mirando y dejando que pidiera
sus tintos y capuccinos y llevárselos como siempre, con una sonrisa en la cara.
tan solo una vez le pregunté si
estaba bien, porque tenía los ojos hinchados de llorar. de nuevo esa sonrisa de
siempre, que oculta tras de sí los dolores y las alegrías, que pone un muro de
piedra separando dos naciones. yo había entendido y ya estaba a punto de
retirarme cuando de repente dijo mi nombre. me giré y estaba de pie, con su
buena postura y sus pequeños ojos mirándome fijamente. me abrazó, con un abrazo
tan inocente que casi se sintió como los abrazos de mi sobrino de tres años.
tengo la sensación de que ni
siquiera en ese momento dejé de ser el hombre sin rostro ni forma, y que ella
abrazó un vacío al que necesitaba aferrarse de alguna manera. me soltó y se
sentó de nuevo. me dijo, gracias por el tinto. yo de nuevo entendí y me retiré,
sin saber qué hacer. la dejé sola; supongo que era eso lo que debía hacer.
nunca volvió. ya son dos meses y no la he vuelto a ver, ni siquiera en la
esquina que queda a dos cuadras de acá.