20 de septiembre de 2013

la piel que me amó


la piel de una mujer se siente distinta cuando se entrega; cuando no lo hace en alma y cuerpo, su suavidad cambia. cuando no se entrega es como si la piel se agarrara a los huesos y se volviera coraza, se volviera caparazón para repeler el tacto o para no sentir. la piel es como un traductor de las ganas de follar que una mujer tiene.
quizá por eso supe siempre si me amaban, si solo era un polvo o si era una resignación, porque aun siendo pocas, las hubo. las hay. qué asco la piel relajada de alejandra, que siempre me recordó la piel de un sapo, la baba gelatinosa de un caracol. ella no sentía nada por mí, lo aseguro. cada vez que me venía era como venirme en el vacío; un juguete más de masturbación. mis manos la tocaban por puro compromiso. la piel de patricia, en cambio, siempre fue como tocar una pelota de voleibol. cada vez que se desnudaba, iba a ella. era como un juego al que volvía como se vuelve a una piscina. era una piel agradable al tacto que no entregaba más que eso: distracción y placer. pero de mucho estar en la piscina, la propia piel se arruga y se daña. la piscina es como la estúpida y patética abstracción de un mar que nuestros ojos no alcanzan a ver.
y es que intento entender cómo me derrumbé ante la piel de natalia sobre el asfalto, blanca, pálida, sin poder tocarla una vez más. de nada hubiera servido arrodillarme ante las flores, ante el santo grial, ante el agua de todos los ríos que iban a dar al mar, porque ya se habían secado. aquella piel puta, entregándose a las manos de la muerte. aquella piel que no alcanzaba ni a la piedra, que había sido lo que ya nunca sería: una piel que fue siempre para mí.
hubo quien gritó que seguía viva, pero ya sabía yo que no, que su piel nunca volvería a ser la piel que me amó.

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