30 de marzo de 2013

I don't wanna be a soldier, mama


Aprietan los sílices del tiempo sobre tu cuerpo
los músculos de pies a cabeza se ponen tensos
hay vibraciones de rock en el aire
te reducen con cuerdas de guitarra, y vibras

No puedes abrir los ojos
tu olfato se llena de un olor que droga
se te achican los pensamientos
la cabeza suena hueco cuando la golpeas con tus huesos

Alguien gira una tuerca y tú te estiras hacia el cielo
piensas que vas a reventar en cualquier momento
el viento pasa y no lo sientes, solo suena la música
te pegan con un martillo y suenas desde la tierra

Te estiras y la música sigue sonando, más aguda
te estiras y ya no puedes más, vibras con cualquier roce
pasa una gaviota volando, grazna,
te recorre su graznido desde el cielo hasta el suelo

Hay guerra. Hay balas. El mundo se destruye a tus pies.
Y tú no puedes abrir los ojos. Alguien gira la tuerca.
Ya no das más. Suenas muy agudo, y vibras en cada hueso.
Los rayos caen sobre ti, te recorren, eres polo a tierra.

Electrizado, estirado, vibrando, inmóvil.
Alguien gira todavía más la tuerca.
Estallas. Suena como un quejido. El aire ahora vibra. No deja de vibrar.
Acabas de sumergir al mundo en música, has hecho vibrar el aire.

26 de marzo de 2013

Verticalidad de los cuerpos


No me dejes levantar vuelo
despegar los pies de entre los muertos
ser coaéreo de las aves
y no coterráneo de los gusanos

No me dejes salir volando
y cruzar los mares como el viento
atravesar un campo de batalla
sin oír las balas de bando y bando

No me dejes elevarme de repente
despegarme del suelo ni por un instante.
Amárrame de ser necesario

con cadenas y piedras
besos, abrazos y sonrisas.
Y si me elevo, dispara.

22 de marzo de 2013

Noche hace tiempo


Las noches solían ser ruidosas. Y oscuras. Toda la luz de la casa sumía al resto de la finca en una oscuridad en la que el cielo parecía haber bajado hasta el piso; o la casa parecía estar entre las estrellas. A mí me gustaba cazar luciérnagas, aunque después me quedaba un polvito molesto entre los dedos cuando, por accidente, las aplastaba. Siempre me maravillaba pensar que un ser vivo pudiera brillar con luz propia.
Algunas noches los adultos se acostaban temprano, o se encerraban en sus cuartos, o se quedaban hablando hasta tarde. Nosotros aprovechábamos esas oportunidades y, en la oscuridad, jugábamos. Jugábamos a las escondidas. A perseguir a los gatos. A veces jugábamos a las cartas. A la gallina y al zorro. A damas.
El juego de la gallina y los zorros era un tablero de ajedrez, de ocho por ocho, plástico, y las gallinas y el zorro solo podían moverse por los cuadros negros, o blancos, según lo acordado entre ambos jugadores. Los zorros avanzaban, siempre. Nunca podían retroceder. La gallina, por supuesto, podía moverse a libertad.
Elegir los zorros es casi un suicidio en el juego. La gallina siempre encuentra algún hueco por el que pasar, y escapa. Yo siempre, hasta donde me acuerdo, era los zorros. Diana era la gallina. Y ella criaba gallinas, así que yo siempre llevaba las de perder. Un muchachito de diez años, de la ciudad, que iba a la finca de Mariquita solo en vacaciones. Pero no importaba; disfrutaba perder, y verla ganar.
Ella vivía algunos metros más abajo. Cuando ya era tarde salían mis tíos de sus cuartos y le decían, con algo de molestia, que bajara. A veces solo se iba. Otras, sus padres la llamaban. Y yo me entraba a mi cuarto, a descansar de tanto juego. Y a escuchar las luciérnagas, a escuchar todos los ruidos de una noche en medio de los bosquecitos, al lado del río. Alguna vez ella me acompañó al río.
Me contaba historias de “la X”, una serpiente venenosa. Su padre las mataba a machetazos porque eran muy peligrosas. Había hormigas por ahí. Andábamos en botas pantaneras, con palos que hacían las veces de machete abriendo trocha (anteriormente abierta por un machete de verdad). Creo que en ese mismo viaje me mostró los conejos que cuidaba, las gallinas, los pollitos. También recogimos frutas de los naranjos y los mandarinos.
Me hablaba de Beethoven, de cuánto le gustaba. Yo le decía que a mí también. “¿Cuándo cumple años?”, me preguntó alguna vez; “yo le voy a mandar el nueve de junio unos discos a Bogotá, de cumpleaños”. Me pareció bonito. Creo que nunca los esperé realmente. Quizá a ella efectivamente le gustaba tanto como para tener sus discos. Yo más bien solo le decía que a mí igual, porque me gustaba verla conversar sobre Beethoven. Y bueno, funcionaba.
Una noche de esas de luciérnagas se hacía tarde para jugar. Ella tenía que lavar la loza que habíamos ensuciado, y yo…  bueno, yo tenía que dormir. Me quedé con ella, mientras lavaba. La esperé. “¿Usted tiene novia en Bogotá?”, me dijo con un pocillo en la mano. Le dije que no, que no tenía. Que había una niña que me gustaba. “¿Y a usted, le gusta alguien?” pregunté, ya sospechando a dónde íbamos con las preguntas que hacíamos, y a dónde con las preguntas que no hacíamos, pero a las que necesariamente íbamos a llegar. “Sí”, me dijo, “pero no le  puedo decir quién”. “Dígame”, le insistí. “Dígame”. “Pero prométame una cosa. Si le digo, no me puede dejar de hablar”.
Al otro día ya me devolvía a Bogotá. O quizá dentro de dos días. Pero yo sentí que me devolvía al otro día.
Bajamos, a la parte de atrás de la casa. Había una mesita en la que acomodamos el tablero. Sacamos las fichas de goma. Como un acuerdo tácito, de esos acuerdos que son los más bonitos, no jugamos a la gallina y el zorro. Ya no nos perseguíamos, no nos acorralábamos, no iba ella con su sabiduría de las gallinas huyendo de mi torpeza en lo salvaje.  Ya nos habíamos encontrado. Así que sacamos las fichas, todas, y comenzamos a escribir.
LQM
LQ
UEMB
NQQSV - Q

Bajaron de la casa, buscándonos, y no quisimos que vieran que nos habíamos encontrado. Comenzamos a jugar a las damas. Y ahí quedó mi La Quiero Mucho. Ahí quedó su Lo Quiero. Usted Es Muy Bonita. No Quiero Que Se Vaya - Quédese. Las habíamos adivinado todas. O quizá no, quizá ya sabíamos lo que nos estábamos diciendo, desde antes. Nos daba pena decirlo.
Me devolví a Bogotá. Y creo que no volví más a Mariquita. Ya vendieron la finca en la que aprendí a nadar, en la que tuve que huir despavorido de una “X” saltando a la piscina creyendo que no me perseguiría. Levantó el cuerpo, siseó, y se abalanzó sobre mí. Yo ya estaba en la piscina mientras ella siseaba, así que no puedo dar fe de su persecución.
Tenía una foto de Diana al lado de la piscina, pero no sé dónde está. Creí que la tenía en mi mesa de noche, en el cajón, debajo de toda la basura que guardo ahí. Pero ya no está. No sé si algún día, algún nueve de junio, llegará una colección de discos de Beethoven. Y entonces podré decir que sí, que me gusta. Y que me gustaba oírla hablar.

20 de marzo de 2013

Un pintor más


Tiradas en el piso, frente a la casa, las flores amarillas parecían embargadas por el tiempo. Es decir, no habían muerto como se esperaría. El cemento hacía el mal papel de purgatorio vegetal, y no dejaba que los pétalos se fundieran en ceniza con la tierra. Se pudrían en su humedad, adquirían un color café machacado; el árbol que difícilmente se había abierto camino entre el cemento parecía haber salido del mismo, y no de una tierra que costaba trabajo imaginar bajo el cemento.
Esta imagen obsesionaba al pintor. Su sala estaba llena de óleos, y el olor a trementina barata (la barata es la única que huele así de fuerte, como para emborrachar) inundaba el sitio. Los árboles, con sus flores amarillas, se podían ver como decenas de distintas fotografías en el transcurso de los días. A veces, de noche; otras, con el sol por la derecha; con el sol atrás, rojo de atardecer; con la sombra de su propio edificio sobre la calle, partiendo al árbol en dos. Pero siempre las flores amarillas.
A veces una sola, a veces trescientas veintidós. Gris con negro, gris con blanco, verdes con distintas cantidades de azul, de negro, de rojo. Las paletas parecían un amplio espectro de los mismos colores de siempre: una paleta para el gris del cemento, una paleta para el verde, una paleta para el color del cielo, y por supuesto una paleta entera para los amarillos. Amarillo con verde, amarillo con azul, amarillo con café, amarillo vivo, amarillo biche, amarillo muerto, amarillo con sol, amarillo sin sol. Pero el óleo se secaba, y el pintor nunca podía recuperar un mismo color.
Cada vez dormía menos. Cada vez dedicaba menos tiempo a sus comidas. La nevera ya no se llenaba con la misma regularidad de antes. Y el árbol seguía así, imperturbable, dándole sus pétalos al cemento y al barrendero que pasaba cada jueves en la mañana. A veces el pintor le gritaba; habían tenido ya varios problemas. El barrendero tenía que barrer la calle y el pintor no había terminado aún de pintar la flor que a veces, además, se llevaba el viento.
Había probado alguna vez con la fotografía, pero para él nunca fue lo mismo. Tenía la obsesión del pincel y del óleo, de los colores vivos y en la mayor gama posible en que los pudiera plasmar. Tenía la obsesión de la realidad. Pero no la lograba.
Cualquiera podría pensar que después de tanto pintar, el cansancio le pudiera a la obsesión. Este no fue el caso. Es cierto que cada vez dormía menos y ya no comía. Alguna vez se desvistió para bañarse y una nube gigante pasó, descubriendo un sol con un tono que nunca antes había visto. De inmediato montó en el caballete el nuevo lienzo, y comenzó de nuevo. Y ya nunca más se vistió.
Y fueron pasando los días, los pinceles, y los amarillos; pasaron las gamas más amplias de colores, que el pintor nunca hubiera podido imaginar, por el cielo, por las ventanas, por los ojos que traducían los rayos de luz de todo cuanto veía. Pero no veía más que el árbol en su calle.
Las ventanas ya estaban selladas por el polvo, por el moho que había invadido la casa lentamente. La puerta ya no abría. Las cobijas parecían de un material imposible; suaves, pero tan estáticas que parecían una escultura hiper-realista. Ojalá el árbol hubiera podido ser así en los lienzos del pintor, ojalá el árbol se moviera dentro de sus propios óleos. Y, como se verá, así sucedía; pero los ojos del pintor no lo veían, y se fueron apagando.
Su piel se vino resquebrajando al tiempo que se endurecía. Sus dedos se achicaron. Su cabello encanó, y cada pelo comenzó a tornarse de un amarillo distinto; millones de pelos, millones de amarillos. Y fueron cayendo al suelo, marchitando, sin viento alguno que se los llevara. Y sus pies fracasaron buscando tierra, hasta que cayó, tieso, en la sala de su casa. Y su cuerpo estaba ahí, volviéndose ceniza lentamente, con tantos colores en su cuerpo, y con esa quietud del árbol de tantos años. Estaba ahí, entre todos esos lienzos del mismo árbol, que lo miraban, sorprendidos de la obra maestra que nunca había alcanzado en vida su pintor.

16 de marzo de 2013

No me hallo


No me hallo
será que el mundo es muy grande
será que las sombras no dejan
será que los libros no abren
será que los esferos vomitan
será que los tintos son amargos
será que el piano está desafinado
será que me estoy quedando ciego
será que perdí el olfato
será que no me para la cabeza
será que no escucho los pájaros
será que no hay silencio
o lo hay en todas partes
y yo no lo escucho.
Será que no tengo remedio
será que no sé cuándo parar
será que no sé cuándo seguir.
Será que no estoy en ningún lado
será que estoy en todas partes
será que entonces soy Dios
y no me hallo.

15 de marzo de 2013

Le parc des sources en un calendario

Escrito el 06/10/12 en un ejercicio en el cual, en menos de dos horas, debía escribir un cuento con esta imagen. Ayer lo recuperé, y lo comparto.




  Así fueran las tres de la mañana, el calor impedía el uso de cualquier prenda; como si el clima se asumiera como parte del pueblo. Don Chepe pensaba, parado frente a la tienda, que por lo menos el aire debía dejarlos respirar. Pero el aire venía cargado de lo que parecían ser gotitas de sol, anunciándose con tres horas de anticipación un calor infernal.
Por la esquina se asomaba Pablo en su cicla, sin camisa y empapado, pedaleando ya los últimos suspiros.

— ¿No ha abierto, Don Chepe? —preguntó el muchacho mientras se bajaba de la cicla, dejando ver su pantaloneta llena de sudor.

  Don Chepe, por supuesto, no abrió la boca para responder y con un gesto de la cabeza mandó a Pablo a subir la reja. Pablito dejó caer la cicla al suelo, con ese mismo ademán con que dejaba la ropa atrás antes de acostarse a dormir, sabiendo que vendría luego su madre a recogerla.

— Se le hizo tarde hoy, don Chepe. Usted sabe que esa gente debe estar por llegar y no lo pueden ver ahí parado como un pescador esperando a que los peces piquen. Y ni siquiera. ¿Se acuerda de ese que estaba en la canoa ahí, esperando a que pasara la tarde? Cuando ¡zam!, la canoa entera agarra a temblar, llena de agua salada y de pececitos nadando adentro. Pa’ mí que era un tiburón de’sos bien bravos cazando a los pecesitos, y los peces ahí, dizque huyendo hacia la canoa de un pescador. Si ese tiburón no le pega a la canoa, ese man nunca pesca ni a la novia, como dicen por ahí.

  Don Chepe, en silencio, se reía de la historia de Pablito y le daba tristeza verlo hablando con los guerrilleros cuando llegaban a tomarse su tinto.

— ¡Hoy nada de tinto, don Chepe!, hoy lo que toca es una Colombianita bien fría pa’este calor tan macho —dijo el que parecía ser el comandante de la célula.

  Y don Chepe, mudo pero con un tercer ojo en la nuca, siempre miraba cómo los guerrilleros le preguntaban cosas a Pablito hasta esa mañana en que le regalaron un reloj. Ese día don Chepe le pegó un regaño inolvidable a Pablito a punta de gestos y manotadas que lo mandarían triste para la casa.
  El orden del día era el que se había impuesto a fuerza de meses y meses de balacera. Primero, guerrilleros a tomar su tinto a las cuatro de la mañana. Luego, los paras a eso de las seis a desayunar. Y la policía, ejército y demás, desde las ocho haciendo sus rondas, como fingiendo estar presentes en la guerra de un pueblo que ya no era de nadie.

  Efectivamente a las cinco de la mañana el sol se empezó a asomar, más caliente que nunca; aviso de irse para los guerrilleros. Pablito, encerrado en el baño, jugaba atari a escondidas, pero el comandante iba a orinar siempre antes de irse. Cuando abrió la puerta vio a Pavlo con su atari, y lo embargó la ira de tener un traicionero en frente.
  Lo sacó a patadas del baño y esculcando entre sus cosas vio dos celulares.

— ¡Claro, chino hijueputa! Informándole a todo el mundo se hace su platica, ¿no? ¡Pues jódase ahora!

  Chepe, con un palo de escoba, salió a defensa de Pablo, quien se hallaba en el piso sangrando por cada herida. Bastaron dos horas para que Pablito se recuperara, pero fue ese tiempo suficiente para que también los paras vieran que algo había sucedido. “Va a ver cómo le informamos a su madre, malparido” le alcanzó a decir uno de ellos antes de irse, dándose cuenta de todo.

  A las nueve y media de la mañana, Pablito salió en su cicla, con un petaco de cerveza para dos muchachas a las que les decían las francesas. Más adelante en el camino empezó a  escuchar comentarios sobre Chepe, hasta que alguien dijo “ ya ni a los mudos dejan en paz”. Y la gente lo miraba pasar en su cicla, asustada.
  Lo empezó a embargar el miedo, un miedo que nunca había sentido. Aceleró tanto que ni siquiera sintió la bala pasar por su cabeza, y aceleró tanto que tan solo siguió camino hasta sentirse de repente dentro de ese cuadro que aparecía en el candelario de Chepe. Dejó la cicla a un lado, como siempre, y dejó el petaco de cerveza frente a las dos francesas que miraban al horizonte.
  Se sentó en la silla vacía, cogió una cerveza que destapó con los dientes y empezó a beber balanceando las piernas que no alcanzaban a tocar el suelo.

8 de marzo de 2013

No siento envidia


Si siento envidia por algo
no es por tu útero
no es por tus trompas
no es por tus anchas caderas (o no).

No es tampoco por tus ojos
ni por tus manos suaves (o no)
menos aún por tus brazos
tus hombros sensuales

no es por tu pelo y tu cuello
que recuerdan el olor de Eva
a quien asocio directamente
no al paraíso, sino a la compañía.

Si siento envidia, no es de tu vientre
no es de las curvas de tu cuerpo
(sean para afuera o para adentro)
ni de tu estructura ósea y craneana.

Si siento envidia por algo
no es por esa capacidad de enloquecerme,
ya me enloquezco yo lo suficiente
estés o no estés.

No, no siento envidia de ti
ni de tu historia, larga como los ríos
no siento envidia de quien pare sueños
más que otra cosa.

¿Y me dices que debería?
No. Siendo el hombre que soy,
siendo otro, otra, alguien más
no tendría esta oportunidad

oportunidad de amarte
de mirarte, de mimarte
de acariciarte, de escribirte
de cantarte en silencio
de sentir la sangre
que se acelera por tu causa
de ponerme rojo
de ponerme tímido
de sentir deseo
de saber que tus abrazos
son para mí esenciales
tu voz, tu cuerpo,
tus emociones desesperadas
a veces no
de inspirarme por ti,
para ti, contigo...

No sentiría esta cosa tan linda
que es ser hombre
y saber que eres distinta
y aún así me acompañas.

4 de marzo de 2013

¡Ar!


Estamos terriblemente organizados
todo en su respectivo lugar.
La cama, en el cuarto
El techo, arriba
Las matas, en las materas
Las montañas, en el horizonte
El sol, en el oriente
Los pobres, en la calle
Los un poco menos, en casas de cartón
Los que algo pueden, en casas de madera
Los que pueden un poco más, al sur
Y así, hasta el norte
Hasta las mansiones de los ricos
La finca del señor presidente
Las tierras de los terratenientes
Los clubes de campo para descansar de tantas monedas.
En los colegios, forman por tamaño
Y están los niños
Antes, en el jardín
Después, en el técnico, en la universidad
En el trabajo, trabajando
En la calle, caminando
En la casa, aseando.
Sabemos que estamos terriblemente organizados
cuando para desorganizarnos nos organizamos
en las discotecas, bailando
en los karaokes, cantando
en los barra-libre, embriagándonos
en los corros, drogándonos
con las mismas canciones de siempre
en los mismos sitios de siempre
con las mismas drogas de siempre
que todos escuchamos
que todos frecuentamos
que todos consumimos.
Leemos las mismas cosas
conocemos a los mismos famosos
vemos los mismos realitis
las mismas telenovelas
las mismas películas en cine
(curioso: la película que ven pocos,
los diferentes,
salen de cartelera).
Es un milagro que pensemos distinto
es un milagro que desacordemos en cosas simples.
Quizá ese sea el desorden
que nos salve de tanto orden.

1 de marzo de 2013

Que caigan los días


Que caigan los días sin ningún aviso
con su telón de los tiempos tejido
en el que gatos de uñas afiladas
se precipitan en busca del cielo

Que no haya destino alguno
todo acto inútil detenido
aire vaciado sin espacio
páginas rotas vuelen.

Letras se deshagan
mar en el asfalto
de tinta de tinta
palabras pasan

Correr  por ti
no segundos
gritar
te.