2 de agosto de 2013

una mujer



de nuevo había perdido la mirada. tomaba la taza de café y la observaba, como si al fondo de la taza hubiera otro mundo entero que tuviera que descubrir. su nombre no lo sabía; solo sabía que venía todos los días, normalmente sola. tenía los ojos pequeños y las pupilas grandes; si la miraban a los ojos quedaban abstraídos un pequeño momento, hasta que decidían que no había nada extraño en ellos. siempre tenía buena postura y lo miraba a uno a los ojos.
normalmente se sentaba en alguna de las esquinas del salón que estuviera más vacío. cuando se sentaba en el salón de abajo yo podía mirarla de reojo. a veces ella también me miraba pero entonces yo me metía en mi papel de anfitrión y, con un gesto, le preguntaba si deseaba algo más. ella decía con otro gesto que no, que estaba bien, y sonreía. era una sonrisa como las que se aprenden a hacer tan solo por los buenos modales que hay que tener para con todos. nunca la vi fuera de esa actitud de señorita de ciudad, respetuosa y manteniendo la distancia, pero con una calidez tranquila y natural. procuraba no ir al baño más que para lavarse las manos o cualquiera de esas cosas que hacen las mujeres frente a los espejos. no todas, pero ella sí.
los lunes venía a las diez de la mañana, minutos más, minutos menos. pedía un tinto y sacaba de su mochila unos chocolates suizos que alguien le había regalado. eran pequeños y muchos, y solo gastaba uno cada vez. los lunes sacaba su cuaderno verde y escribía. siempre me pregunté qué estudiaba, pero nunca se me ocurrió una carrera que le combinara con sus vestidos, sus maneras y, sobre todo, sus cuadernos.
los martes venía a las doce del mediodía, o bien a las dos de la tarde. era más común verla en horas de la tarde, porque a la hora del almuerzo el café se llena y eso a ella no le gustaba. si venía a mediodía, pedía un tinto y se iba. si venía a las dos, pedía un capuccino y se ponía los audífonos para escuchar música. a veces cerraba los ojos; si no, miraba alguna revista o libro del revistero.
los miércoles no venía, así que supongo que por eso no hacía nada en su cuaderno los martes. seguro no tenía clases el miércoles, nada para hacer, nada que leer.
los jueves venía sola y se sentaba a leer toda la tarde, normalmente en el segundo piso. yo intentaba subirle su tinto para ver cuál era el libro de la semana. nunca me atreví a preguntarle nada de ningún libro; tan solo dejaba el tinto a su lado derecho, con la oreja hacia fuera, para que pudiera cogerlo con comodidad. a veces se sentaba en la mesa de los cojines y estiraba las piernas. solo hacía esto si ese día no se había puesto falda sin medias; si estiraba las piernas en el suelo, con seguridad tenía pantalones, medias o leggins. empecé a buscar los libros que ella leía para hojearlos. si me gustaban, los iba poniendo en mi lista mental de libros por leer. si no, pues no. pocas veces le encontraba un libro que yo ya hubiera leído. quizá estudiaba literatura, pero tenía una ternura en ella de la que carecen la mayoría de las literatas. tenía cierta inocencia que me decía que ella no era de las que leen para estudiar, ni quieren hacer de los libros un estilo de vida.
los viernes no solía venir, pero cuando venía lo hacía acompañada. amigos, amigas, quizá algún que otro amante. nunca la vi besarse con alguien, pero era evidente que muchos la deseaban. y muchas también. cuando traía a alguien nuevo, este se sentía triunfal. quizá de que había sido invitado por ella a un sitio como este. cierto viernes uno de ellos no hizo más que bromas estúpidas con ella, con los meseros, conmigo en la caja. ese viernes fue el último viernes que vino acompañada.
el día en que me preguntó mi nombre no me lo esperaba. es santiago, le dije. ¿y tú, cómo te llamas? no puedo decir su nombre, pero era el nombre que se esperaría de una mujer de estas características. ninguna sorpresa. me dijo, santiago, ¿tú me podrías hacer un favor? es que tengo que hacer una vuelta antes de volver a clase, y no quiero cargar con estos dos libros que hacen peso en mi mochila. ¿podría dejarlos contigo y recogerlos a eso de las cinco? los libros estuvieron donde ella los dejó. no quise tocarlos, siquiera. sentía que si los tocaba iba a atravesar alguna especie de frontera sin los papeles requeridos para el trámite. se sorprendió un poco de encontrarlos en el mismo lugar, pero no dijo nada al respecto. tan solo sonrió y me dijo gracias, santiago. me dio la espalda y salió.

pocos días después de eso comenzó a venir más seguido. venía con el que yo pienso que era el novio, aunque nunca los vi dándose un beso. solo una vez los vi tomados de la mano a dos cuadras de acá, caminando quién sabe a dónde. hacía sol y se veían felices. ella se reía con los chistes de él, y él comenzaba a adquirir una mejor postura. hacían bonita pareja, aunque se cuidaban mucho de no mostrarlo en público.
una vez él salió primero que ella. ella se quedó arriba, sola, leyendo. estaba triste, pero tampoco vi nunca una lágrima en sus pequeños ojos. dejó de venir durante tres semanas, y cuando yo pensé que no la volvería a ver vino con una bolsa de la librería del fondo de cultura económica cargada de libros. se sentó, como siempre, con su tinto del lunes, a destapar libro por libro. yo todavía no logro entender por qué no la vi ese día con tres amigas en vez de tres libros, hablando mal de los hombres y de la vida. no entiendo por qué volvió después de tres semanas. ese lunes no le pregunté nada, pero cuando le llevé el tinto a la mesa me preguntó cómo estaba. hecho insólito. le dije que bien, y aproveché la oportunidad para decirle, hace tiempo que no venías. dibujó esa sonrisa de siempre y me dijo, gracias. yo me retiré y ya no volví a mirarla.
creo que siempre fui, para ella, un hombre sin rostro, un santiago sin forma. creo que tan solo era una función o una consecuencia de sus tintos y capuccinos. nunca se dio cuenta de que la miraba, y nunca iba a afectar su vida ni para bien ni para mal. ella tampoco lo haría con mi vida, pero a mí me causaba curiosidad. quizá esto, en el fondo, me molestaba, pero qué podía hacer más que seguirla mirando y dejando que pidiera sus tintos y capuccinos y llevárselos como siempre, con una sonrisa en la cara.
tan solo una vez le pregunté si estaba bien, porque tenía los ojos hinchados de llorar. de nuevo esa sonrisa de siempre, que oculta tras de sí los dolores y las alegrías, que pone un muro de piedra separando dos naciones. yo había entendido y ya estaba a punto de retirarme cuando de repente dijo mi nombre. me giré y estaba de pie, con su buena postura y sus pequeños ojos mirándome fijamente. me abrazó, con un abrazo tan inocente que casi se sintió como los abrazos de mi sobrino de tres años.
tengo la sensación de que ni siquiera en ese momento dejé de ser el hombre sin rostro ni forma, y que ella abrazó un vacío al que necesitaba aferrarse de alguna manera. me soltó y se sentó de nuevo. me dijo, gracias por el tinto. yo de nuevo entendí y me retiré, sin saber qué hacer. la dejé sola; supongo que era eso lo que debía hacer. nunca volvió. ya son dos meses y no la he vuelto a ver, ni siquiera en la esquina que queda a dos cuadras de acá.

2 comentarios:

  1. "De sus amantes acababa por hacer amigas, cómplices en una especial contemplación de la circunstancia. Las mujeres empezaban por adorarlo (realmente lo hadoraban), por admirarlo (una hadmiración hilimitada), después algo les había sospechar del vacío, se echaba atrás y él les facilitaba la fuga, les abría la puerta para que se fueran a jugar a otro lado. En dos ocasiones había estado a punto de sentir lástima y dejarles la ilusión de que lo comprendían, pero algo le decía que su lástima no era auténtica, más bien un recurso barato de su egoísmo y su pereza y sus costumbres. "La Piedad está liquidando", se decía Oliveira y las dejaba irse, se olvidaba pronto de ellas." R. 90

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    1. Muchas gracias por este aporte, señor o señora anónima. Está genial.

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