19 de enero de 2016

tu leve caricia


una leve caricia bastará para recordarte
una breve mirada con las luces apagadas
una sonrisa, un susurro apenas audible
un momento contigo

a solas


pero pasan los días en que no estás
y son tantas las falsas conversaciones
cientos de rostros que no se detienen
quilómetros y quilómetros de montañas y ciudades

y el mundo siempre tan vasto

y el tiempo siempre tan ancho


caen los árboles como pasan las horas
se escriben periódicos con nuevas noticias y viejos discursos
(un hombre en la calle se cobija con ellos)
cada día un muerto
cada día los caminos habituales de la mañana
los mismos rostros pavimentados

y de nuevo la noche


y es que hay mucho por hacer
tantas palabras por escribir
tantos lugares desconocidos para agregar a la lista de cosas descubiertas
vivir los dolores para aprender de ellos
adquirir deudas para tener deudas por pagar
trabajar, día a día, como se come, como se duerme
hacer que este mundo funcione y siga funcionando
para poder vivir en él
y que los hijos vivan en él
y que los hijos de los hijos vivan en él


pero tu caricia

tu levísima caricia en una esquina de mi mano
tan leve como la brisa que se hace cada vez más leve
que se deshace en el aire como el aliento

pero que no se desvanece

y hace que me pregunte
¿qué hago aquí?
¿qué hace aquí mi cuerpo
sobre este pedazo de tierra
cuando podría dejarse llevar por la brisa

como la hoja de un árbol

como un susurro en medio del viento?

15 de enero de 2016

solo nos quedan los libros

          Antes, cuando el barro era barro bajo los pies desnudos, los viejos se sentaban durante horas en los zaguanes. El tiempo pasaba en calma con su silencio; se detenía a veces sobre un mosquito o cantaba con un pájaro en la selva. Las cervezas sudaban frío sobre el entablado mientras el sol atravesaba el cielo y recorría las calles del pueblo. Los viejos miraban al horizonte mientras nosotros nos escabullíamos por detrás de las casas y entre los árboles hacia el río. Allí jugábamos desnudos, hasta que las niñas crecieron y entonces ya no iban, y nos quedamos solo los niños, saltando desde las rocas más altas, hasta que crecimos también y dejamos de ir al río para ir a las ventanas traseras de las casas, donde, con suerte, encontraríamos una chica desnuda para masturbarnos.
          Ahora que el barro es suciedad bajo las ruedas de los camiones, los viejos ya no salimos al zaguán. Los niños ya no van al río; se masturban encerrados en sus alcobas. Ahora el tiempo pasa rápido por la avenida, sin detenerse. Lo único que nos queda de aquellas épocas, la única forma de detener el tiempo, de escuchar el canto de un pájaro en la selva, está en las palabras de nuestros viejos, escondidas entre los libros que dejaron en los estantes.