En este mundo de poetas,
las mariposas desesperadas
se alimentan de rosas de hierro.
Jugando un poco nada más. Jugando a no quedarse con las
palabras aprendidas, jugando a pervertir los significados aprendidos, a
renombrar el color que la vida me enseña. Jugando se aprende la subversión de
la vida cotidiana, a mirar un poquito más nuestro mundo.
¿Qué designios decidieron que un hombre, acostado en la
acera de un parque, tuviera que recoger desperdicios buscando qué se puede
reciclar para sobrevivir, y que otro hombre estuviera dando indicaciones en el
aeropuerto (muy educadamente) sobre cómo llegar a la puerta de las llegadas
nacionales para el mismo fin? No me importa indagar sobre eso acá, por lo menos
en este momento, pero sí me interesa dejar constancia de que el hombre acostado
en el parque no se encontraba solo. Estaba abrazando a su perro que se quejaba
de los abrazos bruscos, diciéndole que fuera cariñoso para él poderlo abrazar.
Quizá sea un lugar común, un habitante de la calle o
“indigente” con su perro, hablando de su cariño, pero es un lugar común que día
a día pasamos por alto. Y no pasamos por alto que un muchacho alto y guapo se
encuentre solo escuchando música de su iPod nano, mientras le dice a los
extranjeros en un inglés más inglés que el Earl Gray que “You’re looking door
eight, international arrivals”. A él tenía que preguntarle cómo llegar.
Es curioso. Las sonrisas más bonitas que he visto en estos
últimos días han sido las de mi sobrino y las de esos dos habitantes de la
calle (el del perro y el de la cajita de embolar). ¿Sabrán ellos algo que
nosotros, los que no sabemos sonreír, ignoramos? ¿Será que ven los paisajes en
otra gama de colores?
Hoy, después de ir al aeropuerto y sonreír toda la
mañana, me sentí ciego por un momento. Y como necesitaba volver a ver, sonreí
mientras tomaba el sol.
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