Ya era
tiempo de hacer las maletas y yo me encontraba sentado mirando el cielo por la
ventana, mirando los tejados que parecían marchitos de tanta lluvia. Eran ya
tres días lloviendo sin parar, con una lluvia tan densa que cualquiera pensaría
que venía cargada de lentitud, de una carga pesada en cada una de las
manecillas del reloj. Y yo me unía a esa atemporalidad que la lluvia nos
regalaba.
Decidí
levantarme y abrir la maleta, que también parecía estar poseída por un caracol
o una babosa. La ventana a mi lado se encontraba cerrada para separarme del
frío infernal que traía consigo la lluvia, para separarme de la gente con
sombrillas que caminaba por la calle a un destino al que no querían llegar,
para separarme finalmente de esos ríos que parecían calles por donde los carros
avanzaban a una velocidad menor que la de la basura que los rodeaba.
Pero algo
llamó mi atención en el momento en el que doblaba la manga izquierda de la
primera camisa por empacar. De reojo vi algo atravesar de derecha a izquierda
la ventana. La lluvia seguía cayendo lentamente cuando volteé la mirada. Y los
tejados seguían marchitos, inundados de un río que caminaba hacia arriba. Fue
cuando supe que lo que había visto por la ventana era una paloma. Una paloma
callejera, sucia y empapada, con una pata sin dedos y con algo que parecían
tumores.
Lo supe
porque ahora la lentitud no era la de un caracol. Ahora la lluvia no solo
parecía ser densa, sino liviana. Tan liviana que realmente por los tejados yo
veía el agua subir, trepar lentamente hacia el punto más alto y,
milagrosamente, maravillosamente, empezar a gotear hacia arriba. Y la paloma
comenzó a volar hacia atrás, atravesando nuevamente mi ventana, esta vez de
izquierda a derecha y de espaldas. Pude ver cómo sus alas se extendían, hacia
arriba y hacia abajo, y cómo a cada aleteo le seguía (o le precedía) una
pequeña liberación de microgotas. Pude ver cómo los tumores lentamente se
reducían y cómo sus plumas se deshacían de la mugre gota a gota, pluma por
pluma. Fue una cosa extraordinaria observar sus dedos crecer lentamente, su
pico recuperar el brillo que debió haber tenido al nacer, sus ojos limpiarse. Y
toda la mugre subía lentamente con cada gota de agua hacia el cielo.
Miré
hacia fuera y la gente caminaba hacia atrás, los carros desandaban los ríos y
la basura que se dirigía a un sitio insospechado ahora se elevaba junto a la
lluvia que llovía hacia arriba. Poco a poco la lluvia fue perdiendo su peso, y
cada vez menos densa y más ligera empezó a llover hacia arriba tan torrencialmente
como lo hizo los tres días que habían pasado. Los tejados ya no parecían
marchitos e inundados; de los tejados crecían aceleradamente flores y plantas
como haladas por una fuerza invisible hacia el cielo.
¿Existirá
Dios, que las llama de vuelta? Y todo parecía indicarlo pues los árboles
gigantes tampoco se hicieron esperar, naciendo intempestivamente debajo del
cemento, alzándose altivos ante todo. Y la paloma no terminaba de regresar al
extremo derecho de la ventana cuando parecía un animal completamente distinto
al que había visto pasar hacía unos minutos, o quizá unas horas, unos años. Ya
no sabía del tiempo, ya mi reloj se había empezado a elevar también hacia el
techo, y yo mismo me sentía como volando. Por la ventana veía el horizonte
plagado de sombrillas flotantes que subían con la lluvia. Abrí entonces la
ventana y sentí cómo el cielo me succionaba hacia fuera, lentamente,
densamente. Me apresuré a tomar mi maleta como pude y a meter la ropa sin
doblarla. Tomé la sombrilla que escapaba de la alcoba y la abrí, con maleta en
mano, y me dejé llevar. El suelo se alejaba, y yo subía con la paloma a mi lado
y con los árboles que poco a poco se fueron desprendiendo del suelo. Veía cómo
la gente gritaba como gritaría un caracol, inaudiblemente, sabiendo de su
destino hacia el cielo.
Fue
entonces que decidí mirar hacia arriba, para ver el sol más grande que había
visto jamás. Y entonces entendí que no era Dios, un chamán o una fuerza
sobrenatural la que nos llamaba a su seno. Era lo más mundano, afectando las
leyes espaciotemporales que siempre había creído inquebrantables. Entonces
cerré los ojos porque entendí que los quilómetros que me quedaban iban a ser
los más bellos que nadie pudiera haber vivido jamás. Los abrí para ver cómo la
selva se elevaba en frente de mí, con los árboles que ahora sabía que esperaban
bajo tierra a que llegara su hora. Los vi más verdes que nunca, más frondosos
que nunca, floreciendo, entregándose desde el final de los tiempos en su
espléndida belleza.
Volví a
cerrar los ojos, y ahora tan solo siento cómo el sol me quema, cómo poco a poco
el calor me abraza como lo haría mi madre la mañana de aquel domingo en que
nací y abrí los ojos por primera vez.