11 de febrero de 2014

Sobre el silencio de un hombre triste


La última vez lo vi sentado a la mesa de un café expreso, es decir un café donde se espera que todos entren y salgan a velocidades de tren que tan solo se detiene frente a la estación de café para recargarse y seguir camino. Su mirada estaba puesta en el suelo, pero su pensamiento mucho más allá; era una mirada de ciego, que mira, que pone los ojos en algún lugar, pero que nosotros nunca llegamos a saber qué es lo que ve.
Ya todos lo miraban con recelo. Su mirada no era como si cerrara los ojos. Al cerrar los ojos se es conciente de la mirada perdida, no con los ojos abiertos. Los ojos abiertos demuestran que el alma se escapa del cuerpo y no vuelve hasta que aparece algún polo a tierra, hasta que un suceso terrenal jalona al alma y la devuelve al cuerpo al que pertenece. Y entonces el sujeto bebe de su pocillo de cartón, respira hondo y el alma se adhiere de nuevo al cuerpo. Pero solo superficialmente porque la mirada se vuelve a perder.
Ese hombre es capaz de vivir de nuevo el pasado, porque el alma tiene esa capacidad cuando la dejamos libre. Y entonces llora. ¿Por qué llora? Todo a su alrededor enmudece, las personas que pasan a comprar cafés lo miran de reojo, se rascan la cabeza, y pretenden seguir igual, como si nada, como si fuera un irrespeto interrumpir el llanto. Pero nadie sabe qué es lo que el hombre está mirando. El café sobre su mesa ya está frío. Pasan treinta, cincuenta personas y el hombre sigue en esa búsqueda del pasado. Ya ni siquiera llora porque el alma está demasiado lejos. No siente su cuerpo, no siente el murmullo del lugar, no siente el olor del café ni los ruidos de la máquina ni los estornudos de una mujer vieja ni la voz curiosamente grave de un hombre que dice cualquier cosa. Se podría decir que ese hombre no está ahí, porque pasa el tiempo y no hace nada, no dice nada, a veces da la impresión de que ni siquiera respira. Ha dejado su cuerpo en ese sitio mientras va a alguna parte.
Alguna vez escuché la historia de un hombre que se fue de su pueblo a buscarse a sí mismo, porque sentía que era un cuerpo que vivía por vivir, y comía y dormía y vivía simplemente por vivir. A tres meses de camino se halló, perdido en el bosque. Y entonces se sentó, y cerró los ojos para conocerse, y cuando despertó habían pasado varios años, y todos se preguntaban qué había sido de él. Dijo que había conocido el mundo entero, y que ya no tenía miedo de morir; ya no temía a su cuerpo. Pero la historia de este hombre cuenta que tenía los ojos cerrados.
El hombre del café no. El hombre del café tenía los ojos abiertos. Y su cuerpo permanecía pegado a la silla, pesado, pesadísimo.

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