7 de febrero de 2014

Sobre el silencio de los caracoles


¿Cómo contar esta historia sin que se vuelva una fábula? Niego, desde ahora, toda interpretación humana que se le pueda dar. Que se retire quien busque espejos o cristales de lo que llamaríamos humanidad.

Viscoso, baboso, húmedo y pegajoso, comenzó a salir de su concha. Despertó desperezándose y expandiéndose como pudo; estiró sus ojos y vio. Se había caído, sin despertar, sobre el jardín de tierra. Arriba estaba la hoja en que había pasado la noche, balanceándose y brillando con los primeros rayos de sol. La tierra estaba húmeda todavía, y el rocío brillaba hacia donde mirara. Movía sus ojos de un lado a otro, palpando también con sus cuernos inferiores, hasta que se decidió a andar hacia delante, lento, lento, con calma. Arriba alguien abrió una ventana de la que salía un pitido, y poco a poco el viento comenzó a llenarse del sonido de todos los días; él no escuchaba.
Se detuvo cuando la señora de tacones salió de casa como todas las mañanas, y la miró pasar de largo por el jardín. Vio que llevaba su cartera roja y el pelo recogido, y que movía sus labios con una velocidad mayor que la normal. Sobre ella, en el cielo, brillaba todavía la luna. El césped se balanceaba hacia la derecha y volvía en sí, a veces con un poco menos de rocío, que se evaporaba, y él sentía frío sobre su costado izquierdo. Trepó una pequeña roca y bajó de nuevo; casi todo era tierra, pero más adelante comenzaba el césped y algunas plantas varias, y las roquitas estaban por doquier. El sol avanzaba y ya comenzaba a brillar detrás de él el camino andado.
Antes de entrar en la espesura del césped, se acercó un niño; le puso un dedo sobre uno de sus ojos, a lo que él respondió contrayéndolo, y luego el otro. Los dedos del niño tenían un olor dulzón que lo empalagaba; pero ya se había ido, corriendo, después de haber cumplido su cometido. Desplegó de nuevo sus ojos e hizo inmersión en la zona verde del jardín. El viento ya no enfriaba su costado izquierdo, la ventana de la casa seguía abierta, y todo se movía. El césped se movía hacia la izquierda y volvía, y se quedaba un rato y luego de nuevo se balanceaba; los árboles hacían lo mismo, y sus ramas de vez en cuando dejaban escapar una hoja que caía sobre los carros o sobre el jardín. Las flores se abrían a medida que él se acercaba a ellas, ya el rocío no se veía, y la casa permanecía inmóvil, excepto por algunas cortinas.
Había pequeños insectos de toda clase que pasaban por su lado, por encima, alguno que otro hasta se había posado sobre su concha y se había quedado ahí un rato para luego emprender de nuevo el vuelo. Y él seguía su camino hacia algún lugar. Las plantas altas recibían a veces a los gorriones, a los colibríes, y él los miraba ir y venir en busca de flores, y los veía abrir sus picos mientras se les hinchaba el pecho y algunas plumas se les desorganizaban por rascarse; a veces bajaban al suelo y picaban algún gusano y de nuevo se iban a algún lugar. Él sentía la tierra que se iba convirtiendo en musgo bajo las ondas que producía su cuerpo al avanzar, como si fueran olas, como si fuera el mar calmo y tranquilo en su propio cuerpo.
Sintió que el suelo de repente vibró a su izquierda y se metió en su concha, pero salió de nuevo; y el otro había hecho igual. Se miraron y se palparon con sus ojos, y entonces cada uno fue al encuentro del otro. Él se subió sobre la concha del otro, y el otro se quedó quieto, como esperando. Después bajó, e intentaron subirse el uno sobre el otro, pero ambos se enredaron viscosos, babosos, húmedos y pegajosos. Y llegó la mujer de tacones con el pelo suelto y no la vieron, y tronó y no escucharon, y el sonido de la ciudad cesó, pero ellos no escuchaban. Cerraron la ventana de la casa de nuevo, las cortinas volvieron a su inmovilidad, dentro de la casa volvió a sonar el pitido, y ellos no escucharon.

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