Y
quienes han muerto cerrarán sus labios. Los cadáveres que nos
inundan cerrarán sus labios. Los de los viejos, los de quienes
murieron antes de que el tiempo desgajara sus rostros en mil pedazos.
Los de quienes siguen dando un grito, un quejido, un sollozo porque
fallecieron antes de poder juntarlos también los cerrarán al pasar
del tiempo.
Quienes
bajaron flotando por los ríos, quienes cayeron de las altas peñas,
quienes fueron enterrados uno sobre otro y sobre otro y sobre otro,
quienes lo hicieron por cuenta propia, quienes no tuvieron elección,
quienes fueron condenados; todos ellos, todos nosotros, todos quienes
fueron olvidados cerrarán sus labios. Cerraremos nuestros labios.
Quizá
hubo quien murió por sus ideas, y ahora, inerme, no halla cómo
defenderlas. Quizá hubo quien arrulló a los niños de tantas
familias, quien mencionó más de una vez palabras de amor, quien dio
la orden de fuego y quienes fue lo último que escucharon. No, quizá
no. Con seguridad hubo quien prefirió un pequeño pueblo, quien se
sintió atraído por la voz demasiado tierna de una mujer, quien,
desesperado, se tapó los oídos, y ahora todos se hallan bajo tierra
escuchando el creciente sonido de nuestra especie, desesperados de
una interminable letanía que se repite siempre con las mismas
palabras y las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas
palabras y las mismas palabras.
Y
hacemos tanto ruido que no los escuchamos. No escuchamos la
delicadeza de sus labios haciéndose ceniza. No escuchamos la lluvia
colándose entre los cadáveres. No escuchamos el suavísimo eco de
sus golpes contra la indestructible muralla que es el tiempo.
Y es que hacemos tanto ruido. No terminaremos nunca de morir.
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