18 de febrero de 2014

Sobre el silencio de los muertos

Y quienes han muerto cerrarán sus labios. Los cadáveres que nos inundan cerrarán sus labios. Los de los viejos, los de quienes murieron antes de que el tiempo desgajara sus rostros en mil pedazos. Los de quienes siguen dando un grito, un quejido, un sollozo porque fallecieron antes de poder juntarlos también los cerrarán al pasar del tiempo.
Quienes bajaron flotando por los ríos, quienes cayeron de las altas peñas, quienes fueron enterrados uno sobre otro y sobre otro y sobre otro, quienes lo hicieron por cuenta propia, quienes no tuvieron elección, quienes fueron condenados; todos ellos, todos nosotros, todos quienes fueron olvidados cerrarán sus labios. Cerraremos nuestros labios.
Quizá hubo quien murió por sus ideas, y ahora, inerme, no halla cómo defenderlas. Quizá hubo quien arrulló a los niños de tantas familias, quien mencionó más de una vez palabras de amor, quien dio la orden de fuego y quienes fue lo último que escucharon. No, quizá no. Con seguridad hubo quien prefirió un pequeño pueblo, quien se sintió atraído por la voz demasiado tierna de una mujer, quien, desesperado, se tapó los oídos, y ahora todos se hallan bajo tierra escuchando el creciente sonido de nuestra especie, desesperados de una interminable letanía que se repite siempre con las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras.
Y hacemos tanto ruido que no los escuchamos. No escuchamos la delicadeza de sus labios haciéndose ceniza. No escuchamos la lluvia colándose entre los cadáveres. No escuchamos el suavísimo eco de sus golpes contra la indestructible muralla que es el tiempo.
Y es que hacemos tanto ruido. No terminaremos nunca de morir.

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