5 de febrero de 2014

Sobre el silencio de una mujer


Su pubis era negro, mucho más negro que sus ojos. Y yo lo miraba mientras ella abría sus piernas. Era negro, incluso más negro que la oscuridad de esa alcoba; era un lugar en el que no se reflejaba la tenue luz de luna que entraba por la ventana. Sus dos brazos estaban apoyados sobre la silla. Sus hombros se ponían a la altura de su mandíbula, levemente elevada, como retándome a enfrentarla, a quedarme inmóvil frente a sus piernas largas y su boca.
Yo también estaba desnudo, y ella podía ver mi cuerpo tan torpe, tan de chico delgado y enclenque; pero solo me miraba a los ojos como si allí, en su mirada, estuviera todo el erotismo, la sensualidad de su cuerpo. Yo no pensaba en eso entonces. El aire era muy pesado, casi líquido. Me sentía irreal, como si no hiciera parte de ese lugar ni de ese momento. Mi cuerpo parecía estar flotando; se sentía leve y mi mirada comenzaba a hacerse ciega. Los rayos de luna fueron desapareciendo a mi mirada, pero yo sabía que seguían ahí; tan solo quedaban sus ojos y sus piernas abiertas y su pubis y sus brazos.
Me sentía realmente torpe, como abstraído por su cuerpo extendido. Como si fuera un animal acorralado, tenía el pecho hundido, las piernas recogidas y los brazos pegados a mi cuerpo, y mi pubis de un negro incipiente. Yo entendía su cuerpo como una invitación al mío, pero no me atrevía a moverme. Tan solo la miraba largamente, con el corazón acelerado, mientras ella mantenía su pecho erguido sin demostrar aburrimiento o exasperación. Tarde entendí que no, que no estaba aburrida; estaba extasiada de mi mirada, excitada de ver mi cuerpo contra el suyo, tan quieto, tan incapaz.
Bajó su mirada por primera vez, por primera vez dejó de mirarme a los ojos para mirar entre mis piernas, y entonces vio que mi cuerpo reaccionaba violentamente tan solo a su mirada. Le bastaba un gesto, un movimiento para que todo en mí cambiara. Se acomodó en la silla y entonces pude ver que su pubis negro sí brillaba, brillaba más que sus ojos, bajo los rayos de la luna.
Nunca dijo una sola palabra, nunca aceleró su respiración, nunca rompió el líquido aire que la rodeaba mientras me miraba, me miraba, me miraba.

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