La última vez
lo vi sentado a la mesa de un café expreso, es decir un café donde se espera
que todos entren y salgan a velocidades de tren que tan solo se detiene frente
a la estación de café para recargarse y seguir camino. Su mirada estaba puesta
en el suelo, pero su pensamiento mucho más allá; era una mirada de ciego, que
mira, que pone los ojos en algún lugar, pero que nosotros nunca llegamos a
saber qué es lo que ve.
Ya todos lo
miraban con recelo. Su mirada no era como si cerrara los ojos. Al cerrar los
ojos se es conciente de la mirada perdida, no con los ojos abiertos. Los ojos
abiertos demuestran que el alma se escapa del cuerpo y no vuelve hasta que
aparece algún polo a tierra, hasta que un suceso terrenal jalona al alma y la
devuelve al cuerpo al que pertenece. Y entonces el sujeto bebe de su pocillo de
cartón, respira hondo y el alma se adhiere de nuevo al cuerpo. Pero solo
superficialmente porque la mirada se vuelve a perder.
Ese hombre es
capaz de vivir de nuevo el pasado, porque el alma tiene esa capacidad cuando la
dejamos libre. Y entonces llora. ¿Por qué llora? Todo a su alrededor enmudece,
las personas que pasan a comprar cafés lo miran de reojo, se rascan la cabeza,
y pretenden seguir igual, como si nada, como si fuera un irrespeto interrumpir
el llanto. Pero nadie sabe qué es lo que el hombre está mirando. El café sobre
su mesa ya está frío. Pasan treinta, cincuenta personas y el hombre sigue en
esa búsqueda del pasado. Ya ni siquiera llora porque el alma está demasiado
lejos. No siente su cuerpo, no siente el murmullo del lugar, no siente el olor
del café ni los ruidos de la máquina ni los estornudos de una mujer vieja ni la
voz curiosamente grave de un hombre que dice cualquier cosa. Se podría decir
que ese hombre no está ahí, porque pasa el tiempo y no hace nada, no dice nada,
a veces da la impresión de que ni siquiera respira. Ha dejado su cuerpo en ese
sitio mientras va a alguna parte.
Alguna vez
escuché la historia de un hombre que se fue de su pueblo a buscarse a sí mismo,
porque sentía que era un cuerpo que vivía por vivir, y comía y dormía y vivía
simplemente por vivir. A tres meses de camino se halló, perdido en el bosque. Y
entonces se sentó, y cerró los ojos para conocerse, y cuando despertó habían
pasado varios años, y todos se preguntaban qué había sido de él. Dijo que había
conocido el mundo entero, y que ya no tenía miedo de morir; ya no temía a su
cuerpo. Pero la historia de este hombre cuenta que tenía los ojos cerrados.
El hombre del
café no. El hombre del café tenía los ojos abiertos. Y su cuerpo permanecía
pegado a la silla, pesado, pesadísimo.
Estremecedor.
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