29 de agosto de 2013

el olor del mar


el viejo estaba sentado al borde de su cama. el teléfono, en una mano; una botellita de licor en la otra. nadie contestaba. “ya va siendo hora de que levante mis nalgas de este colchón de piedra”, pensaba el viejo mientras escuchaba a cada momento el tono intermitente de la línea. en la recepción le habían asegurado que desde su cuarto saldrían llamadas a todo destino, y que encontraría un amplio y variado surtido de licores en el minibar. nadie contestaba y al viejo cada vez le pesaba más el auricular sobre su mano derecha; la botellita cada vez le pesaba menos. “lo mínimo que un viejo debería esperar es un colchón relleno de plumas o de flores, o de mujeres tiernas y melindrosas”, se decía el viejo mientras colgaba el teléfono y ponía sus manos sobre el colchón.
afuera la gente pasaba. detrás de las puertas sonaba música y alguna que otra conversación. las paredes eran delgadas y de un lado sonaba el llanto de una mujer. del otro, un televisor que parecía decir lo mismo y repetirlo una y otra vez. por la ventana sonaba el mar. el viejo se quedó sentado más de media hora mirando el vacío, escuchando el eterno llanto de aquella mujer y el odioso sonido del televisor que no callaba. del piso de arriba llegaba el sonido de un hombre que, por alguna razón, iba de un lado a otro de la alcoba.
el viejo levantó de nuevo el teléfono y marcó a la recepción. “recepción”, dijo la voz, molesta, detrás de la línea. “nadie contesta. ¿está seguro de que salen llamadas a todo destino?”, dijo el viejo. “sí, señor”, contestó la voz del joven que parecía estar comiendo. “¿cómo marco a la capital?”. “bueno, pues debe marcar el indicativo, que es el número uno, y después el teléfono del sitio al que llama. pero no se preocupe, déme el número y lo comunico”. el viejo le dio el número al joven recepcionista y esperó. de nuevo ese tono intermitente, que era peor que el silencio. “lo mínimo que un viejo debería esperar es que haya siempre alguien al otro lado de la línea; por lo menos mujeres tiernas y melindrosas”, pensó el viejo.
miró las paredes descascaradas y sintió asco. todo le parecía sucio. el lavamanos, la ducha, la cortina de plástico de la ducha, el piso, las cobijas. hasta el aire parecía lleno de suciedad. todo tenía un penetrante olor a licor. el viejo estaba sobrio y regaba el contenido de las botellitas por doquier. se acercó a la ventana y aspiró el olor del mar. cerró los ojos fuerte para escuchar mejor, para oler mejor.

“ya es suficiente”, se dijo al cabo de unos minutos. abrió los ojos y vio de nuevo el mar, que ahora estaba un poco más cerca del anochecer. hizo el último intento de llamar, pero de nuevo el teléfono le arrojaba aquel sonido desesperante. marcó entonces a un teléfono que le había dado otro viejo amigo, y del otro lado de la línea contestó una mujer. “eres una puta”, dijo el viejo. la puta, que en efecto lo era, guardó silencio pues notó en su voz algo extraño. “eres una puta, eres una puta”, repitió el viejo. “dime, a cuántos te has comido, puta”. la puta le respondió “solo me faltas tú”. el viejo guardó silencio y puso el auricular sobre el colchón de piedra. del otro lado, la puta aguardó.
el viejo dejó la nevera abierta, la cama destendida y todos los grifos abiertos por completo. “voy por un café”, le dijo al joven de la recepción. “¿pudo hacer su llamada, abuelo?”. el viejo guardó silencio, y después de un rato respondió “dígame viejo. prefiero que me diga viejo”, y salió del hotel. caminó directo al mar. llegó a la playa y se desnudó, y entró al agua que ya estaba oscura de la noche. cerró los ojos y tras flotar un rato sintió una felicidad contra la que ya nadie ni nada podría. poco a poco se fue adentrando al mar. llevó las rodillas a su pecho, expulsó todo el aire y se dejó hundir.

sintió entonces que la corriente lo empujaba. el viejo se resistía, se resistía a ser arrastrado por el mar, pero un par de manos lo cogieron por las piernas. sintió que lo levantaban y entonces abrió los ojos, y sintió que se ahogaba. su madre lo miraba, repleta de sudor y con las piernas de par en par. “es un niño”, dijo una voz.
y entonces el viejo se echó a llorar.

23 de agosto de 2013

ojos viejos


tengo tristeza de ver
de ver cómo se derrumba
de ver cómo se acaba
de ver cómo todo termina
de ver que la muerte
de ver que la vida
de ver que las flores
de ver que las letras.

tengo tristeza de esta ceguera selectiva
que no ve las cosas bellas
que se pone los lentes de la conveniencia
pero de la conveniencia mala
o sea la que elige el desamor
tengo tristeza de ver
de ver cómo nos puede la ceguera.

y también y sobre todo
tengo tristeza de ti
de ti y de mí
de mí y de ti
y de nuestros pocos labios
y de nuestra poca vida
y de nuestros pocos sueños
y de nuestra poca fuerza para todo.

ojalá se me quite esta tristeza de ver
ojalá se me quite esta tristeza de no ver
o sea, a fin de cuentas
que se me quite esta tristeza de los ojos viejos
que vieron tanto y dejaron de ver.

20 de agosto de 2013

acerca del ejercicio de volar


tengo miedo de decir las palabras certeras que me acucian,
de hallar las verdades profanas que me despertarán del ensueño.
tengo miedo de la melancolía que es ser humano de carne y hueso
y dejar de pretender que hay un destino que le da sentido a mis pasos.

mi destino no era más que el de las cenizas
cuando yo jugaba a ser el aire de los dioses.
no acertaba a comprender que mi lugar estaba en la tierra.
ni siquiera me fueron puestas un par de alas para el engaño.

yo mismo tejí  con sueños e ilusiones esas alas
y no logré planear sobre el aire que me fue dado.
el aire con que escuchaba las cuevas y el susurro de los árboles
era el mismo aire que me empujaba contra el suelo, voraz y sin cuidado.

y ahora que me comprendo entre los hombres de mi carne,
y que tengo mis pies descalzos sobre el barro que es mi sangre
tan solo me siguen siendo fieles esas alas inasibles e invisibles.

ahora que me encuentro desnudo, sin brújula ni estrellas,
solo entre los árboles que me rodean y ya sin ilusiones,
cargo con mis alas llenas de tantos sueños del pasado.

6 de agosto de 2013

oración dos


espero nunca perder la ingenuidad
y tener siempre la fuerza que hace falta
para recuperarse de esas heridas
que nos deja el desengaño.

espero coleccionar mil heridas en la piel
y sangrar en cada enfrentamiento
si ese es el precio que debo pagar
por forjar una esperanza que no claudique.

espero recuperar cada vez el candor
y desnudarme siempre como la primera vez
y entregarme siempre como la primera vez
si así estoy más cerca de la pureza de mi alma.

espero pensarme como un dios entre dioses
y no cuestionar mis deseos ni mi juicio;
pensar que mi religión son mis pasos
y por ellos mantener la fe en mi destino.

quiero ser un hombre que en cada acto nazca
ser un dios que por cada herida dé a luz.

2 de agosto de 2013

una mujer



de nuevo había perdido la mirada. tomaba la taza de café y la observaba, como si al fondo de la taza hubiera otro mundo entero que tuviera que descubrir. su nombre no lo sabía; solo sabía que venía todos los días, normalmente sola. tenía los ojos pequeños y las pupilas grandes; si la miraban a los ojos quedaban abstraídos un pequeño momento, hasta que decidían que no había nada extraño en ellos. siempre tenía buena postura y lo miraba a uno a los ojos.
normalmente se sentaba en alguna de las esquinas del salón que estuviera más vacío. cuando se sentaba en el salón de abajo yo podía mirarla de reojo. a veces ella también me miraba pero entonces yo me metía en mi papel de anfitrión y, con un gesto, le preguntaba si deseaba algo más. ella decía con otro gesto que no, que estaba bien, y sonreía. era una sonrisa como las que se aprenden a hacer tan solo por los buenos modales que hay que tener para con todos. nunca la vi fuera de esa actitud de señorita de ciudad, respetuosa y manteniendo la distancia, pero con una calidez tranquila y natural. procuraba no ir al baño más que para lavarse las manos o cualquiera de esas cosas que hacen las mujeres frente a los espejos. no todas, pero ella sí.
los lunes venía a las diez de la mañana, minutos más, minutos menos. pedía un tinto y sacaba de su mochila unos chocolates suizos que alguien le había regalado. eran pequeños y muchos, y solo gastaba uno cada vez. los lunes sacaba su cuaderno verde y escribía. siempre me pregunté qué estudiaba, pero nunca se me ocurrió una carrera que le combinara con sus vestidos, sus maneras y, sobre todo, sus cuadernos.
los martes venía a las doce del mediodía, o bien a las dos de la tarde. era más común verla en horas de la tarde, porque a la hora del almuerzo el café se llena y eso a ella no le gustaba. si venía a mediodía, pedía un tinto y se iba. si venía a las dos, pedía un capuccino y se ponía los audífonos para escuchar música. a veces cerraba los ojos; si no, miraba alguna revista o libro del revistero.
los miércoles no venía, así que supongo que por eso no hacía nada en su cuaderno los martes. seguro no tenía clases el miércoles, nada para hacer, nada que leer.
los jueves venía sola y se sentaba a leer toda la tarde, normalmente en el segundo piso. yo intentaba subirle su tinto para ver cuál era el libro de la semana. nunca me atreví a preguntarle nada de ningún libro; tan solo dejaba el tinto a su lado derecho, con la oreja hacia fuera, para que pudiera cogerlo con comodidad. a veces se sentaba en la mesa de los cojines y estiraba las piernas. solo hacía esto si ese día no se había puesto falda sin medias; si estiraba las piernas en el suelo, con seguridad tenía pantalones, medias o leggins. empecé a buscar los libros que ella leía para hojearlos. si me gustaban, los iba poniendo en mi lista mental de libros por leer. si no, pues no. pocas veces le encontraba un libro que yo ya hubiera leído. quizá estudiaba literatura, pero tenía una ternura en ella de la que carecen la mayoría de las literatas. tenía cierta inocencia que me decía que ella no era de las que leen para estudiar, ni quieren hacer de los libros un estilo de vida.
los viernes no solía venir, pero cuando venía lo hacía acompañada. amigos, amigas, quizá algún que otro amante. nunca la vi besarse con alguien, pero era evidente que muchos la deseaban. y muchas también. cuando traía a alguien nuevo, este se sentía triunfal. quizá de que había sido invitado por ella a un sitio como este. cierto viernes uno de ellos no hizo más que bromas estúpidas con ella, con los meseros, conmigo en la caja. ese viernes fue el último viernes que vino acompañada.
el día en que me preguntó mi nombre no me lo esperaba. es santiago, le dije. ¿y tú, cómo te llamas? no puedo decir su nombre, pero era el nombre que se esperaría de una mujer de estas características. ninguna sorpresa. me dijo, santiago, ¿tú me podrías hacer un favor? es que tengo que hacer una vuelta antes de volver a clase, y no quiero cargar con estos dos libros que hacen peso en mi mochila. ¿podría dejarlos contigo y recogerlos a eso de las cinco? los libros estuvieron donde ella los dejó. no quise tocarlos, siquiera. sentía que si los tocaba iba a atravesar alguna especie de frontera sin los papeles requeridos para el trámite. se sorprendió un poco de encontrarlos en el mismo lugar, pero no dijo nada al respecto. tan solo sonrió y me dijo gracias, santiago. me dio la espalda y salió.

pocos días después de eso comenzó a venir más seguido. venía con el que yo pienso que era el novio, aunque nunca los vi dándose un beso. solo una vez los vi tomados de la mano a dos cuadras de acá, caminando quién sabe a dónde. hacía sol y se veían felices. ella se reía con los chistes de él, y él comenzaba a adquirir una mejor postura. hacían bonita pareja, aunque se cuidaban mucho de no mostrarlo en público.
una vez él salió primero que ella. ella se quedó arriba, sola, leyendo. estaba triste, pero tampoco vi nunca una lágrima en sus pequeños ojos. dejó de venir durante tres semanas, y cuando yo pensé que no la volvería a ver vino con una bolsa de la librería del fondo de cultura económica cargada de libros. se sentó, como siempre, con su tinto del lunes, a destapar libro por libro. yo todavía no logro entender por qué no la vi ese día con tres amigas en vez de tres libros, hablando mal de los hombres y de la vida. no entiendo por qué volvió después de tres semanas. ese lunes no le pregunté nada, pero cuando le llevé el tinto a la mesa me preguntó cómo estaba. hecho insólito. le dije que bien, y aproveché la oportunidad para decirle, hace tiempo que no venías. dibujó esa sonrisa de siempre y me dijo, gracias. yo me retiré y ya no volví a mirarla.
creo que siempre fui, para ella, un hombre sin rostro, un santiago sin forma. creo que tan solo era una función o una consecuencia de sus tintos y capuccinos. nunca se dio cuenta de que la miraba, y nunca iba a afectar su vida ni para bien ni para mal. ella tampoco lo haría con mi vida, pero a mí me causaba curiosidad. quizá esto, en el fondo, me molestaba, pero qué podía hacer más que seguirla mirando y dejando que pidiera sus tintos y capuccinos y llevárselos como siempre, con una sonrisa en la cara.
tan solo una vez le pregunté si estaba bien, porque tenía los ojos hinchados de llorar. de nuevo esa sonrisa de siempre, que oculta tras de sí los dolores y las alegrías, que pone un muro de piedra separando dos naciones. yo había entendido y ya estaba a punto de retirarme cuando de repente dijo mi nombre. me giré y estaba de pie, con su buena postura y sus pequeños ojos mirándome fijamente. me abrazó, con un abrazo tan inocente que casi se sintió como los abrazos de mi sobrino de tres años.
tengo la sensación de que ni siquiera en ese momento dejé de ser el hombre sin rostro ni forma, y que ella abrazó un vacío al que necesitaba aferrarse de alguna manera. me soltó y se sentó de nuevo. me dijo, gracias por el tinto. yo de nuevo entendí y me retiré, sin saber qué hacer. la dejé sola; supongo que era eso lo que debía hacer. nunca volvió. ya son dos meses y no la he vuelto a ver, ni siquiera en la esquina que queda a dos cuadras de acá.

1 de agosto de 2013

condena


no quiero ser el martes que se repite
una y otra vez hasta el cansancio.
no quiero ser el camino de siempre
a tu casa de siempre, por las calles de siempre.

no quiero ser la palabra que se repite,
que de tanto escucharla no suena más que a hueco.
y siempre suena igual, como si fuera tu piel, solo tu piel
sin carne ni venas ni grasa por dentro.

no quiero ser el vacío que, de vacío, se llena,
absorbiendo cuanto encuentra porque ya no tiene nada.
no quiero ser la última gota del agua que siempre fue la misma
bajando por la misma garganta que dijo tu primera palabra.

no seré tus mismas cosas nuevas de siempre
ni tus mismos nuevos besos de siempre
y ni siquiera te daré mis sonrisas únicas de siempre.
tú me condenas a la eternidad.

y es que yo busco la muerte.