Ya no se acuerda de la hora en que tenía que vaciar los
floreros. Tampoco de dónde estaba el lavamanos. No se acuerda ni siquiera de si
a los pétalos que empiezan a marchitarse hay que arrancarlos o darles tiempo de
caerse solos. Por más que lo intenta no logra recordar si puso el tejido de su
abuela bajo el florero de vidrio, o como posavasos del pocillo del té. Hace
memoria, toda la que puede, y no acierta a saber dónde dejó el chocolate que le
regalaron para que acompañara su tinto de las diez de la mañana.
Va pasando por la sala, cuando lo que quería era entrar a
la cocina, y ve un libro sobre la mesa. Lo toma, lo abre, y sabe que lo ha
leído ya. Pero no se acuerda de nada, ni siquiera recuerda si el separador de
páginas está donde debería estar. De hecho, duda incluso de que ese libro sea
suyo.
De repente, siente una nostalgia irrefrenable, y ni
siquiera sabe por qué. Deja el libro sobre… ¿dónde? No lo ve. ¿No tenía un
libro entre las manos? Él pensaba que estaba en la sala, pero está en su
alcoba. La cama está destendida a pesar de haberla tendido varias veces en el
día. Una sospecha, no sabe de qué, le entra a la cabeza; camina de la mano con
la nostalgia.
Va a la mesa de noche y levanta el auricular del teléfono.
Escucha el tono durante 30 segundos y cuelga. Se queda pensando, no sabe en
qué. Abre el cajón de la mesa de noche, busca entre sus papeles y encuentra un
número telefónico bajo el nombre de. No se acuerda de a quién pertenece ese
nombre. Pero no importa, decide levantar de nuevo el auricular y disca los seis
números escritos con tinta negra. En el auricular no suena más que silencio. Se
queda esperando, hasta que suena el tono intermitente.
— ¿Aló?
— Sí, buenas tardes —dice el tono
intermitente—, ¿a quién necesita?
— Al señor. Tengo este número en un
papel y no logro recordar.
— En este momento no lo puede
atender el doctor. Pero le recomiendo que llame más tarde, y si no lo logra
atender el doctor, puede preguntar por.
— ¿Por?
— Sí, por.
— De acuerdo —coge papel y lápiz—.
¿Me repite por favor el nombre?
—
Cuelga el auricular y deja el papel sobre la mesa. No sabe
dónde está el lápiz con el que anotó el nombre de. Escucha un maullido y
recuerda, no sabe cómo, que el tazón del gato está vacío. Tiene que ir a la
cocina. Abre la puerta de la alcoba y sale y entra al baño. ¡No! Abre la puerta
del baño y sale y entra a la sala. ¡No, no! Mira por la ventana de la sala
hacia fuera y da un paso hacia atrás. Ha entrado a la cocina. Busca el tazón
del gato, pero no lo ve por ninguna parte. Abre un armario en donde está toda
la loza. Abre otro armario que está vacío. Solo tiene dos armarios, así que no
sabe dónde está la comida de su gato. Se dirige a la nevera. Un imán sostiene
una cuerdita de colores. La toma y se halla, repentinamente, encartado. No sabe
qué hacer con la cuerdita. Desesperado, abre la puerta de la nevera. Saca un
plato que tiene pollo y lo mete al microondas. Vuelve a maullar el gato.
Voltea, y ya no sabe para qué volteó. Se encamina a la puerta y piensa en su
gato.
Hay algo raro. ¿Por qué recuerda al gato? Se recuesta
sobre el marco de la puerta y decide lo siguiente: “no, yo no tengo gato”. Esto
le parece una noticia terrible y llora. Llora desconsoladamente. Llora lágrimas
saladas que caen precipitadamente al piso. Llora como si estuviera en la cima de
la montaña rusa y el carrito empezara a bajar precipitadamente sin ningún tipo
de elemento de seguridad, mientras grita a todo pulmón. Llora como si supiera
por qué está llorando, como si conociera la razón de su llanto desde niño,
desde antes de nacer, desde antes de la eternidad. Llora, llora, llora.
Da un paso hacia delante y levanta el auricular. Marca los
seis números de nuevo. Espera a que dé el tono intermitente de nuevo.
— ¿Aló? —dice el tono.
— Buenos días. Estoy buscando al
doctor.
— El doctor aún no ha llegado.
— ¿Entonces podría, por favor,
comunicarme con?
— Un momento.
— Muchas gracias —dice, y después de
dos segundos cuelga.
El auricular toca el teléfono y suena la campanita
celestial que indica el final de la llamada. El gato maúlla. La cama está tendida.
El libro sigue sobre la mesita de la sala. Él mira hacia fuera por la ventana y
ve como si dentro de la garganta de Krishna estuviera viendo el universo.
Cierra los ojos para guardar esa imagen como una fotografía, pero
inmediatamente olvida para qué había cerrado los ojos.
Desesperado, levanta el auricular del teléfono. Marca los
seis números. El tono intermitente ya no suena.
Escalofriante...
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