18 de febrero de 2014

Sobre el silencio de los muertos

Y quienes han muerto cerrarán sus labios. Los cadáveres que nos inundan cerrarán sus labios. Los de los viejos, los de quienes murieron antes de que el tiempo desgajara sus rostros en mil pedazos. Los de quienes siguen dando un grito, un quejido, un sollozo porque fallecieron antes de poder juntarlos también los cerrarán al pasar del tiempo.
Quienes bajaron flotando por los ríos, quienes cayeron de las altas peñas, quienes fueron enterrados uno sobre otro y sobre otro y sobre otro, quienes lo hicieron por cuenta propia, quienes no tuvieron elección, quienes fueron condenados; todos ellos, todos nosotros, todos quienes fueron olvidados cerrarán sus labios. Cerraremos nuestros labios.
Quizá hubo quien murió por sus ideas, y ahora, inerme, no halla cómo defenderlas. Quizá hubo quien arrulló a los niños de tantas familias, quien mencionó más de una vez palabras de amor, quien dio la orden de fuego y quienes fue lo último que escucharon. No, quizá no. Con seguridad hubo quien prefirió un pequeño pueblo, quien se sintió atraído por la voz demasiado tierna de una mujer, quien, desesperado, se tapó los oídos, y ahora todos se hallan bajo tierra escuchando el creciente sonido de nuestra especie, desesperados de una interminable letanía que se repite siempre con las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras y las mismas palabras.
Y hacemos tanto ruido que no los escuchamos. No escuchamos la delicadeza de sus labios haciéndose ceniza. No escuchamos la lluvia colándose entre los cadáveres. No escuchamos el suavísimo eco de sus golpes contra la indestructible muralla que es el tiempo.
Y es que hacemos tanto ruido. No terminaremos nunca de morir.

11 de febrero de 2014

Sobre el silencio de un hombre triste


La última vez lo vi sentado a la mesa de un café expreso, es decir un café donde se espera que todos entren y salgan a velocidades de tren que tan solo se detiene frente a la estación de café para recargarse y seguir camino. Su mirada estaba puesta en el suelo, pero su pensamiento mucho más allá; era una mirada de ciego, que mira, que pone los ojos en algún lugar, pero que nosotros nunca llegamos a saber qué es lo que ve.
Ya todos lo miraban con recelo. Su mirada no era como si cerrara los ojos. Al cerrar los ojos se es conciente de la mirada perdida, no con los ojos abiertos. Los ojos abiertos demuestran que el alma se escapa del cuerpo y no vuelve hasta que aparece algún polo a tierra, hasta que un suceso terrenal jalona al alma y la devuelve al cuerpo al que pertenece. Y entonces el sujeto bebe de su pocillo de cartón, respira hondo y el alma se adhiere de nuevo al cuerpo. Pero solo superficialmente porque la mirada se vuelve a perder.
Ese hombre es capaz de vivir de nuevo el pasado, porque el alma tiene esa capacidad cuando la dejamos libre. Y entonces llora. ¿Por qué llora? Todo a su alrededor enmudece, las personas que pasan a comprar cafés lo miran de reojo, se rascan la cabeza, y pretenden seguir igual, como si nada, como si fuera un irrespeto interrumpir el llanto. Pero nadie sabe qué es lo que el hombre está mirando. El café sobre su mesa ya está frío. Pasan treinta, cincuenta personas y el hombre sigue en esa búsqueda del pasado. Ya ni siquiera llora porque el alma está demasiado lejos. No siente su cuerpo, no siente el murmullo del lugar, no siente el olor del café ni los ruidos de la máquina ni los estornudos de una mujer vieja ni la voz curiosamente grave de un hombre que dice cualquier cosa. Se podría decir que ese hombre no está ahí, porque pasa el tiempo y no hace nada, no dice nada, a veces da la impresión de que ni siquiera respira. Ha dejado su cuerpo en ese sitio mientras va a alguna parte.
Alguna vez escuché la historia de un hombre que se fue de su pueblo a buscarse a sí mismo, porque sentía que era un cuerpo que vivía por vivir, y comía y dormía y vivía simplemente por vivir. A tres meses de camino se halló, perdido en el bosque. Y entonces se sentó, y cerró los ojos para conocerse, y cuando despertó habían pasado varios años, y todos se preguntaban qué había sido de él. Dijo que había conocido el mundo entero, y que ya no tenía miedo de morir; ya no temía a su cuerpo. Pero la historia de este hombre cuenta que tenía los ojos cerrados.
El hombre del café no. El hombre del café tenía los ojos abiertos. Y su cuerpo permanecía pegado a la silla, pesado, pesadísimo.

7 de febrero de 2014

Sobre el silencio de los caracoles


¿Cómo contar esta historia sin que se vuelva una fábula? Niego, desde ahora, toda interpretación humana que se le pueda dar. Que se retire quien busque espejos o cristales de lo que llamaríamos humanidad.

Viscoso, baboso, húmedo y pegajoso, comenzó a salir de su concha. Despertó desperezándose y expandiéndose como pudo; estiró sus ojos y vio. Se había caído, sin despertar, sobre el jardín de tierra. Arriba estaba la hoja en que había pasado la noche, balanceándose y brillando con los primeros rayos de sol. La tierra estaba húmeda todavía, y el rocío brillaba hacia donde mirara. Movía sus ojos de un lado a otro, palpando también con sus cuernos inferiores, hasta que se decidió a andar hacia delante, lento, lento, con calma. Arriba alguien abrió una ventana de la que salía un pitido, y poco a poco el viento comenzó a llenarse del sonido de todos los días; él no escuchaba.
Se detuvo cuando la señora de tacones salió de casa como todas las mañanas, y la miró pasar de largo por el jardín. Vio que llevaba su cartera roja y el pelo recogido, y que movía sus labios con una velocidad mayor que la normal. Sobre ella, en el cielo, brillaba todavía la luna. El césped se balanceaba hacia la derecha y volvía en sí, a veces con un poco menos de rocío, que se evaporaba, y él sentía frío sobre su costado izquierdo. Trepó una pequeña roca y bajó de nuevo; casi todo era tierra, pero más adelante comenzaba el césped y algunas plantas varias, y las roquitas estaban por doquier. El sol avanzaba y ya comenzaba a brillar detrás de él el camino andado.
Antes de entrar en la espesura del césped, se acercó un niño; le puso un dedo sobre uno de sus ojos, a lo que él respondió contrayéndolo, y luego el otro. Los dedos del niño tenían un olor dulzón que lo empalagaba; pero ya se había ido, corriendo, después de haber cumplido su cometido. Desplegó de nuevo sus ojos e hizo inmersión en la zona verde del jardín. El viento ya no enfriaba su costado izquierdo, la ventana de la casa seguía abierta, y todo se movía. El césped se movía hacia la izquierda y volvía, y se quedaba un rato y luego de nuevo se balanceaba; los árboles hacían lo mismo, y sus ramas de vez en cuando dejaban escapar una hoja que caía sobre los carros o sobre el jardín. Las flores se abrían a medida que él se acercaba a ellas, ya el rocío no se veía, y la casa permanecía inmóvil, excepto por algunas cortinas.
Había pequeños insectos de toda clase que pasaban por su lado, por encima, alguno que otro hasta se había posado sobre su concha y se había quedado ahí un rato para luego emprender de nuevo el vuelo. Y él seguía su camino hacia algún lugar. Las plantas altas recibían a veces a los gorriones, a los colibríes, y él los miraba ir y venir en busca de flores, y los veía abrir sus picos mientras se les hinchaba el pecho y algunas plumas se les desorganizaban por rascarse; a veces bajaban al suelo y picaban algún gusano y de nuevo se iban a algún lugar. Él sentía la tierra que se iba convirtiendo en musgo bajo las ondas que producía su cuerpo al avanzar, como si fueran olas, como si fuera el mar calmo y tranquilo en su propio cuerpo.
Sintió que el suelo de repente vibró a su izquierda y se metió en su concha, pero salió de nuevo; y el otro había hecho igual. Se miraron y se palparon con sus ojos, y entonces cada uno fue al encuentro del otro. Él se subió sobre la concha del otro, y el otro se quedó quieto, como esperando. Después bajó, e intentaron subirse el uno sobre el otro, pero ambos se enredaron viscosos, babosos, húmedos y pegajosos. Y llegó la mujer de tacones con el pelo suelto y no la vieron, y tronó y no escucharon, y el sonido de la ciudad cesó, pero ellos no escuchaban. Cerraron la ventana de la casa de nuevo, las cortinas volvieron a su inmovilidad, dentro de la casa volvió a sonar el pitido, y ellos no escucharon.

5 de febrero de 2014

Sobre el silencio de una mujer


Su pubis era negro, mucho más negro que sus ojos. Y yo lo miraba mientras ella abría sus piernas. Era negro, incluso más negro que la oscuridad de esa alcoba; era un lugar en el que no se reflejaba la tenue luz de luna que entraba por la ventana. Sus dos brazos estaban apoyados sobre la silla. Sus hombros se ponían a la altura de su mandíbula, levemente elevada, como retándome a enfrentarla, a quedarme inmóvil frente a sus piernas largas y su boca.
Yo también estaba desnudo, y ella podía ver mi cuerpo tan torpe, tan de chico delgado y enclenque; pero solo me miraba a los ojos como si allí, en su mirada, estuviera todo el erotismo, la sensualidad de su cuerpo. Yo no pensaba en eso entonces. El aire era muy pesado, casi líquido. Me sentía irreal, como si no hiciera parte de ese lugar ni de ese momento. Mi cuerpo parecía estar flotando; se sentía leve y mi mirada comenzaba a hacerse ciega. Los rayos de luna fueron desapareciendo a mi mirada, pero yo sabía que seguían ahí; tan solo quedaban sus ojos y sus piernas abiertas y su pubis y sus brazos.
Me sentía realmente torpe, como abstraído por su cuerpo extendido. Como si fuera un animal acorralado, tenía el pecho hundido, las piernas recogidas y los brazos pegados a mi cuerpo, y mi pubis de un negro incipiente. Yo entendía su cuerpo como una invitación al mío, pero no me atrevía a moverme. Tan solo la miraba largamente, con el corazón acelerado, mientras ella mantenía su pecho erguido sin demostrar aburrimiento o exasperación. Tarde entendí que no, que no estaba aburrida; estaba extasiada de mi mirada, excitada de ver mi cuerpo contra el suyo, tan quieto, tan incapaz.
Bajó su mirada por primera vez, por primera vez dejó de mirarme a los ojos para mirar entre mis piernas, y entonces vio que mi cuerpo reaccionaba violentamente tan solo a su mirada. Le bastaba un gesto, un movimiento para que todo en mí cambiara. Se acomodó en la silla y entonces pude ver que su pubis negro sí brillaba, brillaba más que sus ojos, bajo los rayos de la luna.
Nunca dijo una sola palabra, nunca aceleró su respiración, nunca rompió el líquido aire que la rodeaba mientras me miraba, me miraba, me miraba.