¿Cómo contar
esta historia sin que se vuelva una fábula? Niego, desde ahora, toda
interpretación humana que se le pueda dar. Que se retire quien busque espejos o
cristales de lo que llamaríamos humanidad.
Viscoso,
baboso, húmedo y pegajoso, comenzó a salir de su concha. Despertó
desperezándose y expandiéndose como pudo; estiró sus ojos y vio. Se había
caído, sin despertar, sobre el jardín de tierra. Arriba estaba la hoja en que
había pasado la noche, balanceándose y brillando con los primeros rayos de sol.
La tierra estaba húmeda todavía, y el rocío brillaba hacia donde mirara. Movía
sus ojos de un lado a otro, palpando también con sus cuernos inferiores, hasta
que se decidió a andar hacia delante, lento, lento, con calma. Arriba alguien
abrió una ventana de la que salía un pitido, y poco a poco el viento comenzó a
llenarse del sonido de todos los días; él no escuchaba.
Se detuvo
cuando la señora de tacones salió de casa como todas las mañanas, y la miró
pasar de largo por el jardín. Vio que llevaba su cartera roja y el pelo
recogido, y que movía sus labios con una velocidad mayor que la normal. Sobre
ella, en el cielo, brillaba todavía la luna. El césped se balanceaba hacia la
derecha y volvía en sí, a veces con un poco menos de rocío, que se evaporaba, y
él sentía frío sobre su costado izquierdo. Trepó una pequeña roca y bajó de
nuevo; casi todo era tierra, pero más adelante comenzaba el césped y algunas
plantas varias, y las roquitas estaban por doquier. El sol avanzaba y ya
comenzaba a brillar detrás de él el camino andado.
Antes de entrar
en la espesura del césped, se acercó un niño; le puso un dedo sobre uno de sus
ojos, a lo que él respondió contrayéndolo, y luego el otro. Los dedos del niño
tenían un olor dulzón que lo empalagaba; pero ya se había ido, corriendo,
después de haber cumplido su cometido. Desplegó de nuevo sus ojos e hizo
inmersión en la zona verde del jardín. El viento ya no enfriaba su costado
izquierdo, la ventana de la casa seguía abierta, y todo se movía. El césped se
movía hacia la izquierda y volvía, y se quedaba un rato y luego de nuevo se
balanceaba; los árboles hacían lo mismo, y sus ramas de vez en cuando dejaban
escapar una hoja que caía sobre los carros o sobre el jardín. Las flores se
abrían a medida que él se acercaba a ellas, ya el rocío no se veía, y la casa
permanecía inmóvil, excepto por algunas cortinas.
Había pequeños
insectos de toda clase que pasaban por su lado, por encima, alguno que otro
hasta se había posado sobre su concha y se había quedado ahí un rato para luego
emprender de nuevo el vuelo. Y él seguía su camino hacia algún lugar. Las
plantas altas recibían a veces a los gorriones, a los colibríes, y él los
miraba ir y venir en busca de flores, y los veía abrir sus picos mientras se
les hinchaba el pecho y algunas plumas se les desorganizaban por rascarse; a
veces bajaban al suelo y picaban algún gusano y de nuevo se iban a algún lugar.
Él sentía la tierra que se iba convirtiendo en musgo bajo las ondas que
producía su cuerpo al avanzar, como si fueran olas, como si fuera el mar calmo
y tranquilo en su propio cuerpo.
Sintió que el
suelo de repente vibró a su izquierda y se metió en su concha, pero salió de
nuevo; y el otro había hecho igual. Se miraron y se palparon con sus ojos, y
entonces cada uno fue al encuentro del otro. Él se subió sobre la concha del
otro, y el otro se quedó quieto, como esperando. Después bajó, e intentaron
subirse el uno sobre el otro, pero ambos se enredaron viscosos, babosos,
húmedos y pegajosos. Y llegó la mujer de tacones con el pelo suelto y no la
vieron, y tronó y no escucharon, y el sonido de la ciudad cesó, pero ellos no
escuchaban. Cerraron la ventana de la casa de nuevo, las cortinas volvieron a
su inmovilidad, dentro de la casa volvió a sonar el pitido, y ellos no
escucharon.