Tiradas en el piso, frente a la casa, las flores amarillas
parecían embargadas por el tiempo. Es decir, no habían muerto como se
esperaría. El cemento hacía el mal papel de purgatorio vegetal, y no dejaba que
los pétalos se fundieran en ceniza con la tierra. Se pudrían en su humedad,
adquirían un color café machacado; el árbol que difícilmente se había abierto
camino entre el cemento parecía haber salido del mismo, y no de una tierra que
costaba trabajo imaginar bajo el cemento.
Esta imagen obsesionaba al pintor. Su sala estaba llena de
óleos, y el olor a trementina barata (la barata es la única que huele así de
fuerte, como para emborrachar) inundaba el sitio. Los árboles, con sus flores
amarillas, se podían ver como decenas de distintas fotografías en el transcurso
de los días. A veces, de noche; otras, con el sol por la derecha; con el sol
atrás, rojo de atardecer; con la sombra de su propio edificio sobre la calle,
partiendo al árbol en dos. Pero siempre las flores amarillas.
A veces una sola, a veces trescientas veintidós. Gris con
negro, gris con blanco, verdes con distintas cantidades de azul, de negro, de
rojo. Las paletas parecían un amplio espectro de los mismos colores de siempre:
una paleta para el gris del cemento, una paleta para el verde, una paleta para
el color del cielo, y por supuesto una paleta entera para los amarillos.
Amarillo con verde, amarillo con azul, amarillo con café, amarillo vivo,
amarillo biche, amarillo muerto, amarillo con sol, amarillo sin sol. Pero el
óleo se secaba, y el pintor nunca podía recuperar un mismo color.
Cada vez dormía menos. Cada vez dedicaba menos tiempo a
sus comidas. La nevera ya no se llenaba con la misma regularidad de antes. Y el
árbol seguía así, imperturbable, dándole sus pétalos al cemento y al barrendero
que pasaba cada jueves en la mañana. A veces el pintor le gritaba; habían
tenido ya varios problemas. El barrendero tenía que barrer la calle y el pintor
no había terminado aún de pintar la flor que a veces, además, se llevaba el
viento.
Había probado alguna vez con la fotografía, pero para él
nunca fue lo mismo. Tenía la obsesión del pincel y del óleo, de los colores
vivos y en la mayor gama posible en que los pudiera plasmar. Tenía la obsesión
de la realidad. Pero no la lograba.
Cualquiera podría pensar que después de tanto pintar, el
cansancio le pudiera a la obsesión. Este no fue el caso. Es cierto que cada vez
dormía menos y ya no comía. Alguna vez se desvistió para bañarse y una nube
gigante pasó, descubriendo un sol con un tono que nunca antes había visto. De
inmediato montó en el caballete el nuevo lienzo, y comenzó de nuevo. Y ya nunca
más se vistió.
Y fueron pasando los días, los pinceles, y los amarillos;
pasaron las gamas más amplias de colores, que el pintor nunca hubiera podido
imaginar, por el cielo, por las ventanas, por los ojos que traducían los rayos
de luz de todo cuanto veía. Pero no veía más que el árbol en su calle.
Las ventanas ya estaban selladas por el polvo, por el moho
que había invadido la casa lentamente. La puerta ya no abría. Las cobijas
parecían de un material imposible; suaves, pero tan estáticas que parecían una
escultura hiper-realista. Ojalá el árbol hubiera podido ser así en los lienzos
del pintor, ojalá el árbol se moviera dentro de sus propios óleos. Y, como se
verá, así sucedía; pero los ojos del pintor no lo veían, y se fueron apagando.
Su piel se vino resquebrajando al tiempo que se endurecía.
Sus dedos se achicaron. Su cabello encanó, y cada pelo comenzó a tornarse de un
amarillo distinto; millones de pelos, millones de amarillos. Y fueron cayendo
al suelo, marchitando, sin viento alguno que se los llevara. Y sus pies
fracasaron buscando tierra, hasta que cayó, tieso, en la sala de su casa. Y su
cuerpo estaba ahí, volviéndose ceniza lentamente, con tantos colores en su
cuerpo, y con esa quietud del árbol de tantos años. Estaba ahí, entre todos
esos lienzos del mismo árbol, que lo miraban, sorprendidos de la obra maestra
que nunca había alcanzado en vida su pintor.
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