Escrito el 06/10/12 en un ejercicio en el cual, en menos de dos horas, debía escribir un cuento con esta imagen. Ayer lo recuperé, y lo comparto.
Así fueran
las tres de la mañana, el calor impedía el uso de cualquier prenda; como si el
clima se asumiera como parte del pueblo. Don Chepe pensaba, parado frente a la
tienda, que por lo menos el aire debía dejarlos respirar. Pero el aire venía
cargado de lo que parecían ser gotitas de sol, anunciándose con tres horas de
anticipación un calor infernal.
Por la esquina se asomaba Pablo en su cicla, sin camisa y
empapado, pedaleando ya los últimos suspiros.
— ¿No ha abierto,
Don Chepe? —preguntó el muchacho mientras se bajaba de la cicla, dejando ver su
pantaloneta llena de sudor.
Don Chepe,
por supuesto, no abrió la boca para responder y con un gesto de la cabeza mandó
a Pablo a subir la reja. Pablito dejó caer la cicla al suelo, con ese mismo
ademán con que dejaba la ropa atrás antes de acostarse a dormir, sabiendo que
vendría luego su madre a recogerla.
— Se le hizo tarde
hoy, don Chepe. Usted sabe que esa gente debe estar por llegar y no lo pueden
ver ahí parado como un pescador esperando a que los peces piquen. Y ni
siquiera. ¿Se acuerda de ese que estaba en la canoa ahí, esperando a que pasara
la tarde? Cuando ¡zam!, la canoa entera agarra a temblar, llena de agua salada
y de pececitos nadando adentro. Pa’ mí que era un tiburón de’sos bien bravos cazando
a los pecesitos, y los peces ahí, dizque huyendo hacia la canoa de un pescador.
Si ese tiburón no le pega a la canoa, ese man nunca pesca ni a la novia, como
dicen por ahí.
Don Chepe,
en silencio, se reía de la historia de Pablito y le daba tristeza verlo
hablando con los guerrilleros cuando llegaban a tomarse su tinto.
— ¡Hoy nada de
tinto, don Chepe!, hoy lo que toca es una Colombianita bien fría pa’este calor
tan macho —dijo el que parecía ser el comandante de la célula.
Y don Chepe,
mudo pero con un tercer ojo en la nuca, siempre miraba cómo los guerrilleros le
preguntaban cosas a Pablito hasta esa mañana en que le regalaron un reloj. Ese
día don Chepe le pegó un regaño inolvidable a Pablito a punta de gestos y
manotadas que lo mandarían triste para la casa.
El orden del
día era el que se había impuesto a fuerza de meses y meses de balacera.
Primero, guerrilleros a tomar su tinto a las cuatro de la mañana. Luego, los
paras a eso de las seis a desayunar. Y la policía, ejército y demás, desde las
ocho haciendo sus rondas, como fingiendo estar presentes en la guerra de un
pueblo que ya no era de nadie.
Efectivamente a las cinco de la mañana el sol se empezó a asomar, más
caliente que nunca; aviso de irse para los guerrilleros. Pablito, encerrado en
el baño, jugaba atari a escondidas, pero el comandante iba a orinar siempre
antes de irse. Cuando abrió la puerta vio a Pavlo con su atari, y lo embargó la
ira de tener un traicionero en frente.
Lo sacó a
patadas del baño y esculcando entre sus cosas vio dos celulares.
— ¡Claro, chino
hijueputa! Informándole a todo el mundo se hace su platica, ¿no? ¡Pues jódase
ahora!
Chepe, con
un palo de escoba, salió a defensa de Pablo, quien se hallaba en el piso
sangrando por cada herida. Bastaron dos horas para que Pablito se recuperara,
pero fue ese tiempo suficiente para que también los paras vieran que algo había
sucedido. “Va a ver cómo le informamos a su madre, malparido” le alcanzó a
decir uno de ellos antes de irse, dándose cuenta de todo.
A las nueve
y media de la mañana, Pablito salió en su cicla, con un petaco de cerveza para
dos muchachas a las que les decían las francesas. Más adelante en el camino
empezó a escuchar comentarios
sobre Chepe, hasta que alguien dijo “ ya ni a los mudos dejan en paz”. Y la
gente lo miraba pasar en su cicla, asustada.
Lo empezó a
embargar el miedo, un miedo que nunca había sentido. Aceleró tanto que ni
siquiera sintió la bala pasar por su cabeza, y aceleró tanto que tan solo
siguió camino hasta sentirse de repente dentro de ese cuadro que aparecía en el
candelario de Chepe. Dejó la cicla a un lado, como siempre, y dejó el petaco de
cerveza frente a las dos francesas que miraban al horizonte.
Se sentó en
la silla vacía, cogió una cerveza que destapó con los dientes y empezó a beber
balanceando las piernas que no alcanzaban a tocar el suelo.
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