Las noches solían ser ruidosas. Y oscuras. Toda la luz de
la casa sumía al resto de la finca en una oscuridad en la que el cielo parecía
haber bajado hasta el piso; o la casa parecía estar entre las estrellas. A mí
me gustaba cazar luciérnagas, aunque después me quedaba un polvito molesto
entre los dedos cuando, por accidente, las aplastaba. Siempre me maravillaba
pensar que un ser vivo pudiera brillar con luz propia.
Algunas noches los adultos se acostaban temprano, o se
encerraban en sus cuartos, o se quedaban hablando hasta tarde. Nosotros
aprovechábamos esas oportunidades y, en la oscuridad, jugábamos. Jugábamos a
las escondidas. A perseguir a los gatos. A veces jugábamos a las cartas. A la
gallina y al zorro. A damas.
El juego de la gallina y los zorros era un tablero de
ajedrez, de ocho por ocho, plástico, y las gallinas y el zorro solo podían
moverse por los cuadros negros, o blancos, según lo acordado entre ambos
jugadores. Los zorros avanzaban, siempre. Nunca podían retroceder. La gallina,
por supuesto, podía moverse a libertad.
Elegir los zorros es casi un suicidio en el juego. La
gallina siempre encuentra algún hueco por el que pasar, y escapa. Yo siempre,
hasta donde me acuerdo, era los zorros. Diana era la gallina. Y ella criaba
gallinas, así que yo siempre llevaba las de perder. Un muchachito de diez años,
de la ciudad, que iba a la finca de Mariquita solo en vacaciones. Pero no
importaba; disfrutaba perder, y verla ganar.
Ella vivía algunos metros más abajo. Cuando ya era tarde
salían mis tíos de sus cuartos y le decían, con algo de molestia, que bajara. A
veces solo se iba. Otras, sus padres la llamaban. Y yo me entraba a mi cuarto,
a descansar de tanto juego. Y a escuchar las luciérnagas, a escuchar todos los
ruidos de una noche en medio de los bosquecitos, al lado del río. Alguna vez
ella me acompañó al río.
Me contaba historias de “la X”, una serpiente venenosa. Su
padre las mataba a machetazos porque eran muy peligrosas. Había hormigas por
ahí. Andábamos en botas pantaneras, con palos que hacían las veces de machete
abriendo trocha (anteriormente abierta por un machete de verdad). Creo que en
ese mismo viaje me mostró los conejos que cuidaba, las gallinas, los pollitos.
También recogimos frutas de los naranjos y los mandarinos.
Me hablaba de Beethoven, de cuánto le gustaba. Yo le decía
que a mí también. “¿Cuándo cumple años?”, me preguntó alguna vez; “yo le voy a
mandar el nueve de junio unos discos a Bogotá, de cumpleaños”. Me pareció
bonito. Creo que nunca los esperé realmente. Quizá a ella efectivamente le
gustaba tanto como para tener sus discos. Yo más bien solo le decía que a mí
igual, porque me gustaba verla conversar sobre Beethoven. Y bueno, funcionaba.
Una noche de esas de luciérnagas se hacía tarde para
jugar. Ella tenía que lavar la loza que habíamos ensuciado, y yo… bueno, yo tenía que dormir. Me quedé
con ella, mientras lavaba. La esperé. “¿Usted tiene novia en Bogotá?”, me dijo
con un pocillo en la mano. Le dije que no, que no tenía. Que había una niña que
me gustaba. “¿Y a usted, le gusta alguien?” pregunté, ya sospechando a dónde
íbamos con las preguntas que hacíamos, y a dónde con las preguntas que no
hacíamos, pero a las que necesariamente íbamos a llegar. “Sí”, me dijo, “pero
no le puedo decir quién”.
“Dígame”, le insistí. “Dígame”. “Pero prométame una cosa. Si le digo, no me
puede dejar de hablar”.
Al otro día ya me devolvía a Bogotá. O quizá dentro de dos
días. Pero yo sentí que me devolvía al otro día.
Bajamos, a la parte de atrás de la casa. Había una mesita
en la que acomodamos el tablero. Sacamos las fichas de goma. Como un acuerdo
tácito, de esos acuerdos que son los más bonitos, no jugamos a la gallina y el
zorro. Ya no nos perseguíamos, no nos acorralábamos, no iba ella con su
sabiduría de las gallinas huyendo de mi torpeza en lo salvaje. Ya nos habíamos encontrado. Así que
sacamos las fichas, todas, y comenzamos a escribir.
LQM
LQ
UEMB
NQQSV - Q
Bajaron de la casa, buscándonos, y no quisimos que vieran
que nos habíamos encontrado. Comenzamos a jugar a las damas. Y ahí quedó mi La
Quiero Mucho. Ahí quedó su Lo Quiero. Usted Es Muy Bonita. No Quiero Que Se
Vaya - Quédese. Las habíamos adivinado todas. O quizá no, quizá ya sabíamos lo
que nos estábamos diciendo, desde antes. Nos daba pena decirlo.
Me devolví a Bogotá. Y creo que no volví más a Mariquita.
Ya vendieron la finca en la que aprendí a nadar, en la que tuve que huir
despavorido de una “X” saltando a la piscina creyendo que no me perseguiría.
Levantó el cuerpo, siseó, y se abalanzó sobre mí. Yo ya estaba en la piscina
mientras ella siseaba, así que no puedo dar fe de su persecución.
Tenía una foto de Diana al lado de la piscina, pero no sé
dónde está. Creí que la tenía en mi mesa de noche, en el cajón, debajo de toda
la basura que guardo ahí. Pero ya no está. No sé si algún día, algún nueve de
junio, llegará una colección de discos de Beethoven. Y entonces podré decir que
sí, que me gusta. Y que me gustaba oírla hablar.