Este hombre era un hombre
desapercibido en todo el sentido de la palabra; cuando se lo veía, nunca se
sabía muy bien a qué se lo podía asociar. Andaba por el mundo recogiendo
pedacitos de lo que fuera. No permanecía inmóvil a excepción de una u otra vez que
se sentaba en las bancas de los parques, y las noches en que se acostaba a
dormir. Sentía la urgente necesidad de reconocerse en cualquier objeto, pequeño
o grande, que encontrara por su camino. Era desapercibido, también, para sí
mismo.
Dentro de su pequeña colección de
objetos de sí, se encontraba cualquier variedad de cosas. Había piedras
cuadradas, rectangulares, anchas, estrechas, redondas, lisas, rugosas, piedras
con líneas de colores; otras, negras por completo; piedras que parecían
montañas en miniatura; piedras que le hubieran servido para arrojar al río;
piedras que parecían rostros; piedras que, curiosamente, parecían piedras de
nuevo, piedras grandes, piedras miniatura, piedras de color, en escala de
grises; piedras que no eran piedras sino conglomeraciones de otros materiales,
piedras blancas, piedras cuarzo. Piedras que, de tantas y tan juntas, se
reafirmaban en su significado de piedra. Al mismo tiempo, parecían dejar la
palabra piedra
vacía de sí misma, y sin otra cosa que la pudiera evocar.
Había también plumas, monedas
(estrictamente las que se había encontrado en la calle), flores, trozos de
madera, de metal, de cristalería, algunas notas de papel que la gente había
botado, cartas, empaques de dulces, mariposas, alambres, insectos de ocho
patas, de seis, de tres, aretes, lápices, semillas, trozos de botellas,
colillas de cigarrillo, hojas, muchas hojas, hilos de chaqueta, de pantalón, de
nailon, de algodón, de lana. Todo con las mismas características de las
piedras: tantos objetos de cada cosa, y tan juntos, que se reafirmaban en sus
significados, dejándose vacíos de sí mismos.
Quizá sin saberlo, este hombre era
dueño del gran museo de la trivialidad. Si alguna piedra tenía algún atisbo de
ser especial, la arrojaba de nuevo a la calle. Si la pluma era de una belleza
fuera de lo común, la devolvía hacia el incierto destino del viento. Así con
cada cosa que llegara a sus manos.
Alguna vez este hombre fue al mar.
Viajó por tierra cerca de dieciséis horas. Llegó al amanecer. Al bajarse del
bus, somnoliento, caminó como por inercia hacia la salida de la Terminal. Salió
y lo despertó la brisa marina, cargada de sal y peces. Caminó hacia la playa
con su maleta de rueditas, mirando siempre hacia el suelo. De vez en cuando los
caminantes lo veían agacharse, como sembrando semillas en los surcos de una
huerta invisible. Pero no. Recogía los frutos inertes de los que dejaban las
llantas de los autos. Siguió hacia delante, con los ojos siempre mirando al
suelo.
El cemento se convirtió en arena.
Las huellas del hombre iban quedando en dirección al atardecer; las de las
rueditas de la maleta lo seguían. De vez en cuando un huequito en la arena
delataba los dedos del hombre recogiendo quién sabe qué objetos. En su cuarto
habría, días después, otra colección, esta vez, de conchas.
Pronto la arena se convirtió en
agua, y el hombre siguió caminando. La maleta de rueditas lo seguía, pero
dejaría de rodar; ahora flotaba. Una mano agarraba firmemente la maleta; la
otra intentaba coger pescaditos, pedazos de algas, plásticos. Los ojos no se
molestaban por el agua salada. El traje quería salir a flote pero este hombre
seguía caminando, nadando hacia el centro del mar.
Un pez como cualquier otro llamó
su atención. Torció camino y se encaminó de nuevo a la playa. El pez nadaba
como si buscara algo, y no supiera qué, hasta que una red de pescadores lo
atrapó. El hombre, desapercibido, lo fue también para los pescadores. Era un
hombre caminandonadando detrás de una canoa y una red llena de peces. Llegaron
a puerto y el hombre salió del agua, escurriéndose el mar por sus ropas, y esta
vez dejando huellas de agua sobre madera. Las rueditas de la maleta dejaban
algo como dos ríos que, después de un rato, se secaban. Cuando se agachaba,
quedaban cinco pequeñas marcas de agua que se reunían en un punto concéntrico.
Pedazos de soga, escamas, astillas, anzuelos quizá, espinas.
Salió del muelle y caminó por la
playa, a lo largo de la costa. Pasó acantilados y formaciones rocosas hasta
llegar a la selva. Le hubiera gustado recoger el silencio de la playa sola, con
el agua que chocaba contra las piedras.
De la selva recogió miles de cosas
de miles de clases. Esta vez no solo se agachó; ahora recogía cosas también de
arriba, de las hojas y de las ramas de los árboles. La maleta de vez en cuando
se quejaba, estrellándose contra raíces y andando por tierra dispareja y negra.
Este hombre desapercibido lo era, también, para los animales salvajes. Ninguno,
a parte de uno que otro zancudo, reparó en él. Llegó a un caserío indígena y
recogió maíz, papa, yuca, plumas de algunas aves del lugar.
Sin que nadie reparara en él,
atravesó el río. Siguió su camino entre la selva. La atravesó, así como una que
otra ciudad perdida; atravesó cordilleras, bosques de colibríes, familias de
osos y tigres, de jaguares; atravesó el país entero con sus páramos, desiertos
y llanos hasta que llegó de nuevo a su casa, sucio de tanto camino andado. Su
maleta, también sucia, no se quejó. Las rueditas cumplieron con su tarea hasta
el borde de la cama donde su hombre se recostó y cerró los ojos, dejando a su
lado las manos sucias y gastadas.
Le hubiera gustado descansar,
quizá morir en ese momento mismo. Pero se levantó y fue al parque a recoger lo
de costumbre. Se sentó en la banca y esperó durante tanto tiempo que ya no supo
decir ayer ni mañana. Conociendo sus costumbres, podría decirse que ahora se
dedicaba a coleccionar los días, y guardarlos como en un museo de la nada,
olvidados quizá, pues quién fuera Alicia para lanzarse por el agujero negro y
rescatarlos del tiempo.
Y fue así, sentado pegado agarrado
amarrado imantado a la banca, como llegó a sus pies un caracol. Y comenzó a
trepar. Cuando iba ya por su rodilla, llegó el siguiente a la suela de su
zapato, tan gastada. Cuando este último iba por la pantorrilla, llegó otro más,
y después otro, y otro y otro y otro y.
Este hombre, repleto de caracoles,
era un hombre desapercibido, sentado en una banca en la que nadie reparaba.
Unas cuadras al sur estaba su casa-museo, llenándose de flores de un solo día
que morían, como dice su nombre, al cabo de un día, dejando el suelo y las
estanterías repletas de pétalos marchitos. Mariposas se habían acercado;
algunas de ellas luego iban a posarse sobre alguno de los miles de caracoles
que cubrían al hombre desapercibido.
Se dice que la concha del caracol
simboliza la espiral del tiempo, cosa que parece confirmar su paso lento. Y se
dice que las flores de un solo día y las mariposas tienen una vida corta, cosa
que parece confirmar el suelo de la casa del hombre desapercibido. Pero nadie
ha reparado en que los únicos sitios con vida de la ciudad son el hombre y la
banca, y la casa abandonada. Nadie excepto los caracoles, las mariposas, las
flores de un solo día.