El tiempo no existe. Lo juro. A
nosotros los humanos no se nos ha dado el don de ver el futuro; solo sabemos
del presente y del pasado. Lo que viene ya sucedió, y lo que pasó todavía no ha
sido escrito en los anales del tiempo. No se nos ha dado el don de ver lo que
viene; solo podemos ver un pedacito de la cuestión. El tiempo no existe, y ya
(como dice Borges) somos los que seremos. La ignorancia fue un artilugio para
que no nos aburriéramos embebidos dentro de una absurda existencia que se mueve
inasible de un lado a otro, y de atrás para delante; una absurda existencia que
nos baña el cuerpo y cae al suelo, devolviéndonos a nuestro estado de
resequedad.
Aún así yo no quisiera ser como
los dioses y ver, omnipotente, el espacio y el tiempo, predecible y reconocible.
Si me fuera ofrecido el don de la ubicuidad lo rechazaría indudablemente;
prefiero la mentira a la verdad, prefiero a los falsos profetas, prefiero la
incertidumbre de mis arrugas y de mi muerte. Prefiero mil veces la angustia de
lo ignoto a la angustia de saber que el devenir no deviene, a la angustia de
estar atado a un tiempo inalterable.
Y ustedes preguntarán a qué viene
todo esto. Pues bien, los dioses bajaron anoche y me ofrecieron el tiempo. Y
qué carajos pretenden, pregunté. Su respuesta era evidente. Y tan evidente era
lo que pensaban, que les costó trabajo decir Te ofrecemos el mundo, te
ofrecemos el tiempo, te ofrecemos la eternidad. Sin tiempo eres inmortal, y lo
eres todo en un mismo instante. Nunca sentirás tristeza, porque sabrás que la
felicidad es lo definitivo, y tú serás amo y señor de lo definitivo. Perderás
el miedo, perderás la incertidumbre, superarás la estúpida angustia de la
existencia pues estarás por encima de todas las cosas mundanas.
Respondí, indoblegable: Rechazo
vuestro mundo, rechazo vuestro tiempo, rechazo incluso vuestra eternidad. Soy
mortal y me detengo ante el océano durante horas, y puedo disfrutar la arena
incómoda bajo mis pies. Postergo el movimiento de mis manos para enseguida
ponerlas sobre una cadera que ondula como las serpientes en el Sahara, y
demorarlas, y retenerlas sabiendo que ese instante no se repetirá; y sé que el
viento soplará borrando las huellas cuando todo termine. Prefiero ser cada cosa
cada vez. Sentiré tristeza, y sabré lo que es la felicidad en cuanto la tenga,
y podré saborearla, podré tragarla lentamente mientras refresca mi garganta. Y
lo disfrutaré inmensamente, sabiendo que tendrá un final. Desprecio lo
definitivo; sería horrible no sentir más allá de las fronteras. Seré mundano, seré
incierto, sentiré miedo y angustia si detrás se esconde lo que salva. Detrás
del miedo está la valentía, detrás de lo incierto está el horizonte, detrás de
lo mundano está lo sublime; y sobre todo, sobre todas las cosas, está la
voluntad. La voluntad de todos los mortales de cambiar el futuro predispuesto.
¿Qué haréis vosotros, dioses sin tiempo, dioses eternos e inmortales, cuando os
cambiemos el tiempo? Dejaréis de existir, porque entonces se sabrá que el
tiempo puede ser cambiado.
No sé si fue estúpido de mi parte,
no sé si fue estúpida mi respuesta. Solo sé que se fueron, que yo sigo en el
presente y que moriré sin haber conocido el Tiempo, pero conociendo muy bien la
voluntad. Es evidente que la voluntad no es de dioses, es de los mortales. Y no
nos la podrán quitar.
Santiago Caeiro
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