Ya son setenta y dos horas de noche y la gente no se ha
dado cuenta. Se haya inmersa en sus cervezas, en sus porros, en sus músicas de
alto volumen, en sus humos de cigarrillo rellenando cada espacio transparente
del salón en el que se les empieza a unir el culo con la silla. Han dicho
millones de palabras quienes no dejan de hablar y el silencio se ha vuelto
eterno para los que escuchan. Eterno, sí, pero sin tiempo. Se fijan en los
labios de los demás sin abrir la boca, sin interrumpir. Y así se les pasaron ya
tres días de noche y no se han dado cuenta.
Afuera las calles alumbran. Afuera los carros alumbran. Afuera la gente huye de la luz para hacerse en las sombras que
cualquier árbol frondoso les ofrezca. Los zapatos se arrastran entre un barro
que se ha venido formando poco a poco, más que por la humedad por el frío de la
noche de cuatro mil trescientos veintiún minutos. Los vigilantes ya no parpadean, los tenderos reciben dinero
automáticamente y ya se han quedado sin sencillo, los clientes siguen
comprando, los carros siguen andando, las luces poco a poco se van quedando sin
batería y está cada vez más oscuro. Pero parece que nadie se da cuenta.
La música electrónica cada vez tiene clímax más cercanos
entre sí y el ritmo parece acelerarse cada vez más. Las discotecas no se han
quedado sin luz, pero las plantas de energía no aguantarán mucho tiempo más.
Las casas de los ancianos se están llenando de zancudos y nadie los mata. Todos
ven televisión. En las noticias nada se dice de la noche larga, en las noticias
se habla de Catalina Aristizábal y de la importantísima reunión del presidente
de la República en el departamento del Chocó para definir los usos y desusos
del monocultivo de la palma. Pero no se dan cuenta que es de noche, porque es
más fácil masacrar de noche.
Es más fácil asesinar, atracar, desplazar, amordazar,
destripar, desangrar, destruir, bombardear, desahuciar, aterrorizar, secuestrar
a la luz de las antorchas que poco alumbran. Y las víctimas bailan en sus
propias discotecas de madera y palos, sin paredes, en medio del calor, sin más
amplificadores que la propia voz que sale de sus gargantas y del pecho de los
acordeones y de cada zapateada que resuena en el piso de madera, que estando
elevado metro y medio sobre la tierra no deja que el agua del aguacero de las
noches chocoanas alcance los pies de los muertos, de los desplazados, de los
amordazados, de los destripados, de los desangrados, de los destruidos, de los
bombardeados, de los desahuciados, de los aterrorizados, de los secuestrados a
la luz de las antorchas que poco alumbran. Y la noche no termina, y la defensa
del Estado continúa defendiendo las legítimas matanzas en nombre de la Ley.
Y ya son setenta y tres horas con veintitrés minutos y
dieciocho segundos y la gente sigue caminando en la noche, y los gusanos ya no
saben qué es afuera y qué es adentro, y los pájaros no despiertan, y los gatos
están cansados, y los ojos de las ratas cada vez reflejan menos luz. Pronto no
veremos ese brillo en la noche que parece ser interminable.
También están los amantes, los infieles y los que no se
quieren acostar con nadie más que su pareja, ya sea por nueva ya sea por
amada. Y si hay amantes hay
orgasmos, orgasmos que se repiten varias veces en una noche, noche larga y
ahora sin estrellas. Y si hay orgasmos hay gritos, y cada vez más gritos y
menos orgasmos. Y si hay amantes tiene que haber lágrimas, y tiene que haber
abrazos; abrazos sinceros, abrazos hipócritas, abrazos comprensivos, abrazos
amistosos, abrazos tristes, abrazos fuertes, abrazos que sacan el aire, abrazos
que parecen dados con brazos de gelatina, abrazos hacia arriba, abrazos hacia
abajo, abrazos en el cuello, abrazos en el pecho, abrazos en las piernas (están
acostados), abrazos en la cintura, hay cabellos que caen, hay ropas que caen,
hay músicas que callan, hay luces que se apagan para que no me vea los pelos de
las piernas, hay luces que se prenden porque me gusta lucir mi cicatriz de
guerra, hay luces románticas con velas, con bombillos dañados, incidentales,
directas, con mantos, con rosetas a punto de caerse del techo, sin rosetas y
con cables, sin interruptor, con la luz del vecino, con la luz de la luna, que
como bien sabemos cada vez alumbra menos.
Y si la noche es larga entonces las plantas están muriendo
poco a poco, y los humanos ya están más blancos que hace cuatro días cuando
oscureció. Y quienes bailan sudan, y quienes toman orinan cada cierto tiempo, y
piensan ¡qué cantidad de orines esta noche! Y los orines se agolpan en las
alcantarillas, y la marea del mar sube con la luna que se aleja, y los barcos
piensan que están locos porque el faro ha girado ya demasiadas veces. Y no ha
llegado el amanecer, hora en que acaba el contrato. Pero no se han dado cuenta
de que la noche ha durado cuatro mil quinientos minutos con dos segundos.
Pasarán veinte años y la gente simplemente poco a poco se
quedará dormida, y los tenderos no cerrarán las tiendas porque los clientes no
saldrán nunca más del local, ni se pararán de sus mesas, o de sus sillas, o de
sus cojines, o no se sentarán en la acera de enfrente.
Carajo, si ni siquiera yo me he dado cuenta que ya la
noche se me hace infinita escribiendo palabras y más palabras, y más palabras,
y las teclas ya se empiezan a romper y ya no sé si es que estoy enloqueciendo o
los chillidos de las ratas se hacen cada vez más fuertes. Quizá es que no han
comido, quizá sienten el hambre de tres noches seguidas, quizá se han vuelto
locas porque por fin todo es oscuridad, quizá se estén acercando poco a poco,
lentamente, por las tuberías, por el alcantarillado, por los jardines de
tierra, quizá se estén acercando a mis pies, a los pies de las discotecas, a
los pies de los drogadictos, a los pies de los amantes, a los tacones de las
solteras, a los tenis de los deportistas que aman trotar de noche y no
entienden por qué están tan cansados si ni siquiera ha asomado el sol, quizá se
estén acercando a las botas de caucho de los paramilitares, a los mocasines de
los presidentes, a los Nike Air de Michael Jordan, a los pies descalzos de los
niños que duermen, de los niños que juegan, de los niños que salieron a cazar
luciérnagas. Quizá se estén acercando
muertas de hambre, hambrientas de carroña, de sangre, de basura, de
carne, de carne, de cualquier carne que puedan encontrar en la noche infinita.
Están hambrientas de carne humana. Las luces de la calle cada vez tienen menos
batería, las luces de los carros ya se han fundido, la luz de la luna ya no
existe, y la luna pasa desapercibida en la noche más oscura y más larga de la
breve historia de la humanidad.
Ya escucho sus chillidos, ya escucho a los perros aullar
hasta la muerte, a quienes cantaban los escucho gritar, a los amantes los
escucho gritar, a los gatos los escucho maullar desesperados porque enloquecen,
escucho cómo el pasto se quiebra, escucho cómo la madera de mi portón cede poco
a poco a las pequeñísimas uñas afiladas, escucho cómo sus colas se arrastran
peludas. Ya vienen, chillando, chillando cada vez más fuerte, ya las siento
restregarse entre mis piernas, blandas, de huesos indefinidos, peludas y frías.
La que me mira a los ojos está ciega y me oye respirar, y se abalanza, busca mi
nariz, trepa por mis piernas, se agarra de la poca piel de mi pecho y se
adentra a mis entrañas por la boca. Nadie, estoy seguro, se dio cuenta que esta
noche fue de ochenta y tres horas con quince minutos.
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