27 de febrero de 2013

Segunda carta


Quizá en parte la locura es eso; perder la capacidad de llorar. Porque es bien sabido que los locos se ríen con más ganas que nadie pero, ¿quién ha visto un loco llorar, sinceramente, sentidamente, solitariamente con su llanto? Con seguridad los hay, de todo hay en este mundo, pero pienso que eso puede ser una buena seña de locura.
En todo caso, poco después de lo que le cuento me dediqué, como en un pasatiempo, a coleccionar cadáveres. Noté que el pájaro se reducía rápidamente, perdía peso, y yo no sabía a dónde carajos había ido a parar esa masa corporal. Casi enloquezco de nuevo, pero me paré en una de las varillas de la cama y alcancé un zancudo que yacía atrapado en una telaraña llena de polvo en un rincón oscuro. Quién sabe qué habría sido de la araña que se había ido (no hace mucho, pues la telaraña no estaba débil como esas telarañas que uno se encuentra en los baúles viejos y vacíos, que con el más leve soplo se quiebran y agarran un diminuto vuelo hasta el suelo). En todo caso, el zancudo yacía inmóvil en la telaraña leve, más leve que las plumas de mi querido ángel.
Fue a parar, el zancudo, al costado del ave de alas extendidas y muertas. Le coloqué un pedacito de tierra encima para que el viento no se lo llevara, y lo miré durante lo que pudieron ser horas. No recuerdo ya.
Es increíble cómo cambia el tiempo en el encierro y la soledad, en el exilio social, en un tiempo sin relojes, sin predicciones del clima, sin necesidad de comprar ropa, vestirse, desvestirse. La desnudez fue lo peor en la celda al comienzo, pero después de un tiempo me acostumbré a llevar la piel descubierta, a sentir el frío y el calor, a dejar que el sudor corriera por mi cuerpo en vez de pegarse incómodamente a una camisa de marca, con las mismas mancuernas que usa el príncipe David. Qué cantidad de estupideces que uno se permite en esta vida tan mal llamada de bienestar.
Pero ahora vengo a pensar: lo que nos permite olvidarnos de todo eso es la compañía humana. La cercanía de otra piel tiene ese efecto. Y a pesar de eso, creo recordar sentirme terriblemente solo en algunos momentos de mi vida. Ahora que sé lo que es la soledad más terrible, siento que por primera vez podría apreciar lo que es la compañía. Por ejemplo, no sabe usted lo feliz que me hace tenerlo en frente, ver las facciones de su cara, ver sus pelos, sus arrugas, sus manchas de sol. Y, ¿sabe?, de cierta manera puedo saber lo que usted siente. Pasé tanto tiempo conmigo mismo, sin más compañía que aquellos insectos que de vez en cuando coleccionaba en el suelo y la de aquel ángel del que ya solo deben quedar algunas plumas si es que las plumas duran tanto; decía que pasé tanto tiempo conmigo que nunca había sido más consciente de este mi cuerpo, que viene a ser su cuerpo hecho de los mismos materiales, deshecho de los mismos deshechos, renovando células de la misma manera en que todos lo hacen. Casi puedo sentir esa sonrisa que hace usted en el rostro, ¡de hecho es tan pegajosa, siento sus músculos en mi rostro!
Discúlpeme la risa de anoche; no sabe lo contagiosa que es después de veinte años de no ver un rostro amigo, de sentir un alma amiga que viene siendo, como le digo, la misma que yo siento aquí adentro, aunque esa es mucho más probable que esté hecha de otros materiales, pero con seguridad tiene la misma esencia, ¿no cree?
Permítame, por hoy, nada más que abrazarlo con fuerza al entregarle esta segunda carta, nada más que sentir su cuerpo. Mañana, le prometo, continúo con mi historia en una tercera entrega. Por ahora no tengo fuerzas más que para abrazarlo y dormir. Estoy muy cansado.
Creo que dormiré desnudo esta noche. Hasta mañana.
¡Ah!, mire. Esta pluma es para usted. Guárdela, o si prefiere déjela volar con libertad. Espero que la hoja no le halla despeinado esos pequeños pelitos de color amarillo tan particular.

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