Esta es la imagen de una mujer sentada en la banca de una
calle concurrida. Hace sol, pasa la gente de lado a lado. Mira indefinidamente
cómo pasan los carros, cómo pasan las palomas, cómo pasan las personas, cómo
pasa la vida, y no acierta a entender.
El movimiento, de golpe, ha perdido sentido y razón de
ser. Los labios de su antiguo jefe gritándole de repente se quedan inmóviles y
ella puede ver la saliva que acaba de abandonar, en un acto suicida, la lengua
del jefe, lengua en la que yacía tranquilamente. Puede ver cómo otros trozos de
saliva se estiran de un incisivo inferior a un incisivo superior y se arquean
hacia fuera por consecuencia del mal aliento que sale de la garganta del jefe;
esa garganta que dentro tiene una campanilla que vibra ridículamente, y más
ridículamente aún se queda inmóvil junto al torpe gesto del hombre gritando. Su
cara retorcida pierde sentido y la saliva llega a darle un asco como el que
nunca había sentido a esa mujer sentada en la banca de una calle concurrida.
Piensa, entonces, en la ridiculez de la vida como la del
movimiento. Se suele decir, cuando la víctima muere, que la vida “se detiene”,
otra manera de decir que la vida es constante movimiento. Y tiene sentido: un
niño nace y parece estar desperezándose de la quietud. En sus movimientos hay
un recubrimiento de telarañas pesadas que ceden poco a poco, hasta que por fin
se deshace de ellas y entonces se mueve libremente, se mueve a todos lados,
rompe cosas, salta, grita, aprieta los dientes pues ha descubierto el
movimiento de sus mandíbulas (la vida de su esqueleto que, sorprendentemente,
se mueve. El movimiento de su esqueleto que, sorprendentemente, vive). Pero a
pesar de todas estas reflexiones, la vida le parece ridícula a esa mujer. Cuando
el niño llega a viejo de nuevo sus movimientos se hacen pesados, lentos y se
empiezan a recubrir de telarañas nuevamente. La vida se detiene, entonces,
cuando el movimiento se detiene. Y esto le da tranquilidad a la mujer que está
sentada en la banca de una calle concurrida.
Y entonces cree estar soñando, pero se restriega los ojos
para abrirlos de nuevo cuando se da cuenta de que no, cree no estar soñando, y
todo el mundo se ha detenido. De nuevo, la paloma que atraviesa la ventana de
un edificio a su lado derecho se detiene, y empieza a ir para atrás. La lluvia
que era dentro de ella comienza a ir de nuevo hacia el cielo, ve a los hombres
elevarse con sus sombrillas, y a los árboles arrancarse del suelo hacia el sol.
Recuerda la saliva y la ve devolviéndose, como
arrepintiéndose de su acto suicida, y ve cómo la cara de su jefe vuelve poco a
poco a su gesto un tanto menos ridículo.
Yo, absorto, estoy detrás de la mujer sentada en la banca
de una calle concurrida cuando me empiezo a elevar. Nos separa una vía por la
que pasan pocos carros, que también se elevan. La vida retrocede, o mejor, los
movimientos retroceden, el mundo retrocede, y ya no sé si todo esto es la mujer
sentada en la banca de una calle concurrida, terriblemente asida a su asiento
con la contundente gravedad de sus nalgas, o si soy parte de un destino
inevitable que me separa de la tierra. Lo único seguro, lo único inevitable es
que sé, mientras me elevo, que si hay alguna imagen que quisiera dibujar con
palabras es la de esta mujer sentada, ya se sabe en dónde, ya se sabe pensando
en qué cosas y siendo testigo ya se sabe de qué increíbles acontecimientos.
Esta es la imagen de una mujer sentada en la banca de una
calle concurrida.
Para leer la primera parte de esta historia, diríjase a El día en que las sombrillas no supieron detener la lluvia.
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