6 de diciembre de 2012

24., y después 23.


Haría falta que las palabras tuvieran sabor, que tuvieran un cuerpo tangible y sensible; oloro, sonoro, visible en tres dimensiones. Así uno sabría si lo que está cocinando sabe bien, y definir un punto de cocción. Definir si es agradable al tacto, o si simplemente son duras, suaves, lisas o rugosas para saber si la escultura está adquiriendo el cuerpo deseado.
Haría falta poder ver las palabras por delante y por detrás, comprender su contundencia completa, saber si son gordas, delgadas, altas, bajas, gigantes o pequeñas. Agarrarlas y apretarlas para ver si resisten cualquier embestida. Sacudirlas a ver si no se marean, si no vomitan sangre o si sí lo hacen si es eso lo que se busca.
Haría falta tenerlas en cuerpo y alma desnuda para poder apreciarlas de primera mano. Besarlas, oírlas decir lo que piensan, ser capaz de saber lo que callan. Saber, en definitiva, si se fracasan o no las metas propuestas.
Y cuando dejan de hacer falta todas estas cosas, y uno por fin les da un cuerpo y las saborea; cuando las ve en toda su imponencia o impotencia bajo la luz de la realidad; cuando, finalmente, se tiene algo a lo que estrangular hasta asfixiarlo si así se desea; cuando las palabras se hacen reales; es ahí cuando uno se da cuenta que de nada sirve nada de nada. Porque vuelve a dar hambre, porque el sabor se esfuma, porque el tacto desaparece en cuanto se deja de tocar, porque ya no se oye la música cuando las cuerdas han sido tocadas. Y queda uno satisfecho, por un momento, hasta que vuelve a dar hambre. Y entonces siente necesidad otra vez de todo, de cada vez más, de seguir cocinando y esculpiendo y tocando y estrangulando y acariciando y oliendo y saboreando; y es ahí donde uno se da cuenta que ni siquiera todo sirve.
Y ya solo queda decir adiós, para mañana levantarse a un nuevo día, hambriento de todo, sensible de nada.


23.

Lo que es, no será.
Lo que fue, ya no es.
Lo que viene, se acabará.

Ley de la belleza.

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