17 de diciembre de 2012

Ni Babel


Ni Babel, carajo. Ni Babel,
si hubiese sido un hombre,
o una mujer perversa,
habría previsto esta nueva torre.

Nos pusieron a hablar el mismo idioma
nos pusieron, además, a traductores
para que sin problemas nos pudiéramos entender (sí claro),
y ese es el puto problema.

A quién quieres engañar.
Ya se acabó la magia, se acabaron los juegos.
Ya solo nos queda seguir la línea de tiempo.
Ya solo nos queda andar de cisterna en cisterna.

¿Para eso es que nos enseñas la puta historia,
vendiéndose al mejor postor?
¿Para que nos puedas meter en la cabeza algo
de lo que nadie fue testigo?

La supiste hacer, sin darnos a elegir
qué historia de los hombres era la más digna.
La supiste hacer convenciéndonos
de que somos más que otros (animales).

¿A qué hora nos supiste convencer
(y cómo carajos)
que un rey sin corona no es rey?

¿No destrozaría el león
en miles de pedazos
al rey más noble, de piel más blanca?

Cállate ya, y líbranos de esas invenciones.
(Yo sé que no va a ocurrir).
Cállate, termina este teatro de los hombres.
No somos los que más saben.

Al revés, al contrario, patas arriba, sèver lA,
somos los animales más ignorantes.
Hasta nos inventamos la palabra
megalómanos, edificio, sociedad.

Ignorantes. Viajamos a Marte,
para ignorarlo. Hicimos alas
para ignorarlas. Conocimos el fondo del mar
para ignorarlo. Habitamos la Tierra
para ignorarla. Y tú sigues hablando.

Deja de hacernos lo que no somos
y lo que nunca hemos sido.
Da la cara, ¿es que eres feo?
(Sé que no la darías ni bonito).

Deja de convencernos,
la palabra humano no existe.
Ahí fue que nos jodiste.
Simios somos, incluso menos.

(Creo que es hora de que se sepa
que no hablo de Dios, de la religión
ni de nada parecido, como la política.

Adivina, adivinador, de quién hablo yo.
¿Quién, estúpidamente, te convenció
y te metió en la cabeza, que eras especial

por ser humano? Cállate ya.)

10 de diciembre de 2012

Oración


Nunca, hasta el día de hoy, se nos había ocurrido que el paraíso tan esperado podría llegar a ser el mayor de los infiernos. Lo mismo que el descanso eterno. Tan solo imagínense: uno sentado en la mecedora, con alas en la espalda, mirando cómo el mundo se pudre abajo sin poder hacer nada.
Dale señor el descanso eterno, condénalo a la quietud, condénalo a ver cómo nos morimos, cómo nos matamos, cómo nos vamos destruyendo de a pocos sin poder hacer nada. No, no lo condenes señor al descanso eterno, no lo condenes a estar pajareando por ahí o, para el caso, angeleando, que debe ser aburridísimo andar embarazando vírgenes sin desvirgarlas. No lo condenes a ver cómo se fabrica una bala y no poder hacer nada al respecto. No lo condenes al exilio terrenal, no lo condenes al paraíso sabiendo que aquí está la tierra en que vivía, sabiendo que aquí está la tierra en que sufrimos una vez viene la muerte. Si le vas a dar vida después de esto, no seas cínico y deja que por lo menos para algo le sirva en vez de andar mirando nubes y ángeles asexuados o con escote. Sé consecuente, y en vez de condenarlo al descanso eterno condénalo al trabajo forzado por mejorar la tierra; o hazle ese favor, que si eso hizo en vida puedo decirte, de buena fe, que lo hará de todo corazón también en muerte. Nada de descanso eterno, nada de paraíso: si así ha venido siendo, el paraíso debe estar lleno de perezosos inútiles o tristes esclavos de su condición. Si así ha venido siendo entonces prefiero morirme y nada de descanso eterno; se acabó, ya no da más, sé finí, el cuerpo se murió y el alma también, hasta aquí fue, no pasas de esta frontera, muriste, ya, nimás.
Yo no quiero andar sufriendo de ningún trauma de abstinencia angelical sin poder ayudar a los que siguen vivos. Te tocaría, Señor, conseguirme un pañal mágico para ángeles. Mátame de una vez cuando me muera, que yo no pienso andar descansando eternamente; y si no, pues atente a las consecuencias porque o ayudo o te hago una revolución en el cielo. Perdón, Cielo. Con C de Engreído.
Ahí te dejo la Cuestión.
Amén.

6 de diciembre de 2012

24., y después 23.


Haría falta que las palabras tuvieran sabor, que tuvieran un cuerpo tangible y sensible; oloro, sonoro, visible en tres dimensiones. Así uno sabría si lo que está cocinando sabe bien, y definir un punto de cocción. Definir si es agradable al tacto, o si simplemente son duras, suaves, lisas o rugosas para saber si la escultura está adquiriendo el cuerpo deseado.
Haría falta poder ver las palabras por delante y por detrás, comprender su contundencia completa, saber si son gordas, delgadas, altas, bajas, gigantes o pequeñas. Agarrarlas y apretarlas para ver si resisten cualquier embestida. Sacudirlas a ver si no se marean, si no vomitan sangre o si sí lo hacen si es eso lo que se busca.
Haría falta tenerlas en cuerpo y alma desnuda para poder apreciarlas de primera mano. Besarlas, oírlas decir lo que piensan, ser capaz de saber lo que callan. Saber, en definitiva, si se fracasan o no las metas propuestas.
Y cuando dejan de hacer falta todas estas cosas, y uno por fin les da un cuerpo y las saborea; cuando las ve en toda su imponencia o impotencia bajo la luz de la realidad; cuando, finalmente, se tiene algo a lo que estrangular hasta asfixiarlo si así se desea; cuando las palabras se hacen reales; es ahí cuando uno se da cuenta que de nada sirve nada de nada. Porque vuelve a dar hambre, porque el sabor se esfuma, porque el tacto desaparece en cuanto se deja de tocar, porque ya no se oye la música cuando las cuerdas han sido tocadas. Y queda uno satisfecho, por un momento, hasta que vuelve a dar hambre. Y entonces siente necesidad otra vez de todo, de cada vez más, de seguir cocinando y esculpiendo y tocando y estrangulando y acariciando y oliendo y saboreando; y es ahí donde uno se da cuenta que ni siquiera todo sirve.
Y ya solo queda decir adiós, para mañana levantarse a un nuevo día, hambriento de todo, sensible de nada.


23.

Lo que es, no será.
Lo que fue, ya no es.
Lo que viene, se acabará.

Ley de la belleza.

4 de diciembre de 2012

El día en que la vida se intentó suicidar por medio de una gota de saliva


Esta es la imagen de una mujer sentada en la banca de una calle concurrida. Hace sol, pasa la gente de lado a lado. Mira indefinidamente cómo pasan los carros, cómo pasan las palomas, cómo pasan las personas, cómo pasa la vida, y no acierta a entender.
El movimiento, de golpe, ha perdido sentido y razón de ser. Los labios de su antiguo jefe gritándole de repente se quedan inmóviles y ella puede ver la saliva que acaba de abandonar, en un acto suicida, la lengua del jefe, lengua en la que yacía tranquilamente. Puede ver cómo otros trozos de saliva se estiran de un incisivo inferior a un incisivo superior y se arquean hacia fuera por consecuencia del mal aliento que sale de la garganta del jefe; esa garganta que dentro tiene una campanilla que vibra ridículamente, y más ridículamente aún se queda inmóvil junto al torpe gesto del hombre gritando. Su cara retorcida pierde sentido y la saliva llega a darle un asco como el que nunca había sentido a esa mujer sentada en la banca de una calle concurrida.
Piensa, entonces, en la ridiculez de la vida como la del movimiento. Se suele decir, cuando la víctima muere, que la vida “se detiene”, otra manera de decir que la vida es constante movimiento. Y tiene sentido: un niño nace y parece estar desperezándose de la quietud. En sus movimientos hay un recubrimiento de telarañas pesadas que ceden poco a poco, hasta que por fin se deshace de ellas y entonces se mueve libremente, se mueve a todos lados, rompe cosas, salta, grita, aprieta los dientes pues ha descubierto el movimiento de sus mandíbulas (la vida de su esqueleto que, sorprendentemente, se mueve. El movimiento de su esqueleto que, sorprendentemente, vive). Pero a pesar de todas estas reflexiones, la vida le parece ridícula a esa mujer. Cuando el niño llega a viejo de nuevo sus movimientos se hacen pesados, lentos y se empiezan a recubrir de telarañas nuevamente. La vida se detiene, entonces, cuando el movimiento se detiene. Y esto le da tranquilidad a la mujer que está sentada en la banca de una calle concurrida.
Y entonces cree estar soñando, pero se restriega los ojos para abrirlos de nuevo cuando se da cuenta de que no, cree no estar soñando, y todo el mundo se ha detenido. De nuevo, la paloma que atraviesa la ventana de un edificio a su lado derecho se detiene, y empieza a ir para atrás. La lluvia que era dentro de ella comienza a ir de nuevo hacia el cielo, ve a los hombres elevarse con sus sombrillas, y a los árboles arrancarse del suelo hacia el sol.
Recuerda la saliva y la ve devolviéndose, como arrepintiéndose de su acto suicida, y ve cómo la cara de su jefe vuelve poco a poco a su gesto un tanto menos ridículo.
Yo, absorto, estoy detrás de la mujer sentada en la banca de una calle concurrida cuando me empiezo a elevar. Nos separa una vía por la que pasan pocos carros, que también se elevan. La vida retrocede, o mejor, los movimientos retroceden, el mundo retrocede, y ya no sé si todo esto es la mujer sentada en la banca de una calle concurrida, terriblemente asida a su asiento con la contundente gravedad de sus nalgas, o si soy parte de un destino inevitable que me separa de la tierra. Lo único seguro, lo único inevitable es que sé, mientras me elevo, que si hay alguna imagen que quisiera dibujar con palabras es la de esta mujer sentada, ya se sabe en dónde, ya se sabe pensando en qué cosas y siendo testigo ya se sabe de qué increíbles acontecimientos.
Esta es la imagen de una mujer sentada en la banca de una calle concurrida.


Para leer la primera parte de esta historia, diríjase a El día en que las sombrillas no supieron detener la lluvia.