11 de septiembre de 2010
Una vez más nos reunimos para recordar las muertes.
Agachamos la cabeza, quizá cerramos los ojos. Quizá se escurren algunas lágrimas.
Una vez más nos preguntamos cuál es el sentido de la sangre, de las flores, de las cenizas incluso.
¿Quién luchará nuestras batallas? Un hombre nos ofrece la mano (un buen apretón siempre es reconfortante). Una mujer nos ofrece sus labios (un beso siempre es bienvenido). Un niño nos sonríe (lo abrazamos).
Una vez más se nos ha derretido el rostro, las órbitas se han descompuesto y las manos ya no son apoyo, sino un fuerte sentido de impotencia.
El que sepa lidiar con el sufrimiento, por favor enséñenos el camino. A mí no se me ocurre sino escribir, recordar poco a poco, como quien se ha dado cuenta que la vida se construye paso a paso, beso a beso, hasta el cansancio.
Una vez más la desilusión es indeleble y todo lo que fue alguna vez motivo de alegría parece poco. Parece que nos dijera Nunca es suficiente.
Y entonces salimos a caminar, el atardecer nunca pierde su belleza. Queremos ser parte de él. Queremos buscar nuevos caminos y no desistir. No perder las esperanzas, creer que el amor es posible, creer que el pasado nos pertenece, creer que es posible vivir el futuro que se nos ha dado.
Un chocolate es indiscutible. Una flor, quién se atreve. Esas son felicidades dadas, que no nos las arrebaten. El chocolate y las flores son necesarias para cualquier vida. Las sonrisas, el cabello, el olor del cabello, caminar por el pasto, escuchar el viento en los árboles. Sencilleces, así la RAE me diga que esa palabra no existe.
Y luego, como una pirámide, empezamos a crecer, desde la base. Comenzamos a caminar y no hay quién nos detenga, ni siquiera las caídas. Ojalá no perdiéramos ese espíritu.
Una vez más me encuentro sentado sin saber quién es quién, qué es qué, más que el chocolate que muerdo a diario y saboreo como si fuera la última vez. Así debería ser con los pasos, con los saludos, con las discusiones, incluso con las lágrimas. Quizá si no nos arrodilláramos con la cabeza gacha, con ganas de que un golpe tremendo y eficaz terminara con todo, y cuando nos paráramos decidiéramos vivir sin buscar lo sublime, quizá si no perdiéramos la fe en el otro, sabríamos que efectivamente el futuro nos pertenece, desde el primer paso, desde el primer beso, desde el primer libro, desde la primera muerte.
Dos torres caen, en cámara lenta. Un ejército acaba una utopía a través de las balas y la sangre. Nueve años, treinta y siete años, toda una vida, toda una vida, toda una vida por cada muerto, toda una vida por cada niño abandonado, toda una vida por cada libro quemado, toda una vida por cada ladrillo destruido, toda una vida por cada lágrima derramada. Y seguimos naciendo. Caminamos, damos la mano, besamos, abrazamos, y entonces entendemos que nadie luchará nuestras batallas, ni siquiera Dios, ni siquiera un arma, ni siquiera una cámara asesina.
Debemos decidir ahora mismo qué será de nosotros. ¿Un chocolatero, un soldado o guerrillero, un escritor?
Y una vez más respiramos y tomamos alientos antes de volver a caer.
Una vez más nos reunimos para recordar muertes.
Agachamos la cabeza, quizá cerramos los ojos. Quizá se escurren algunas lágrimas.
Y entonces, damos un grito a lo alto y ancho de nuestra existencia. Corremos como si nos faltara poco. Y saltamos al abismo. Volamos por unos segundos antes del golpe fatal.
No alcanza la nariz a sentir el planeta entero cuando abrimos los ojos y sentimos unas ganas inexplicables de ser responsables de nuestra propia felicidad. Así que lo primero que hacemos es regalarle una sonrisa a un niño, y este, como si no le cupiera ni un segundo más, rebosa esa sonrisa tan pura de vuelta.
Lo segundo que hagamos, ya dependerá de si somos chocolateros, soldados, guerrilleros o escritores, y de si hemos decidido brindarle esa felicidad a los demás.
Entonces, cerramos los ojos. Ya no hay lágrimas. Pero hay todo un futuro por delante y un pasado por detrás, del que somos responsables. Porque el futuro y el pasado es de todos, y de todas también. Solo somos una pequeña parte de él, en la que hemos decidido ser responsables de nuestra felicidad, la de todos.
Santiago José Sepúlveda Montenegro
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