Quizá en
parte la locura es eso; perder la capacidad de llorar. Porque es bien sabido
que los locos se ríen con más ganas que nadie pero, ¿quién ha visto un loco
llorar, sinceramente, sentidamente, solitariamente con su llanto? Con seguridad
los hay, de todo hay en este mundo, pero pienso que eso puede ser una buena
seña de locura.
En todo
caso, poco después de lo que le cuento me dediqué, como en un pasatiempo, a
coleccionar cadáveres. Noté que el pájaro se reducía rápidamente, perdía peso,
y yo no sabía a dónde carajos había ido a parar esa masa corporal. Casi
enloquezco de nuevo, pero me paré en una de las varillas de la cama y alcancé
un zancudo que yacía atrapado en una telaraña llena de polvo en un rincón
oscuro. Quién sabe qué habría sido de la araña que se había ido (no hace mucho,
pues la telaraña no estaba débil como esas telarañas que uno se encuentra en
los baúles viejos y vacíos, que con el más leve soplo se quiebran y agarran un
diminuto vuelo hasta el suelo). En todo caso, el zancudo yacía inmóvil en la
telaraña leve, más leve que las plumas de mi querido ángel.
Fue a
parar, el zancudo, al costado del ave de alas extendidas y muertas. Le coloqué
un pedacito de tierra encima para que el viento no se lo llevara, y lo miré
durante lo que pudieron ser horas. No recuerdo ya.
Es
increíble cómo cambia el tiempo en el encierro y la soledad, en el exilio
social, en un tiempo sin relojes, sin predicciones del clima, sin necesidad de
comprar ropa, vestirse, desvestirse. La desnudez fue lo peor en la celda al
comienzo, pero después de un tiempo me acostumbré a llevar la piel descubierta,
a sentir el frío y el calor, a dejar que el sudor corriera por mi cuerpo en vez
de pegarse incómodamente a una camisa de marca, con las mismas mancuernas que
usa el príncipe David. Qué cantidad de estupideces que uno se permite en esta
vida tan mal llamada de bienestar.
Pero
ahora vengo a pensar: lo que nos permite olvidarnos de todo eso es la compañía
humana. La cercanía de otra piel tiene ese efecto. Y a pesar de eso, creo
recordar sentirme terriblemente solo en algunos momentos de mi vida. Ahora que
sé lo que es la soledad más terrible, siento que por primera vez podría
apreciar lo que es la compañía. Por ejemplo, no sabe usted lo feliz que me hace
tenerlo en frente, ver las facciones de su cara, ver sus pelos, sus arrugas,
sus manchas de sol. Y, ¿sabe?, de cierta manera puedo saber lo que usted
siente. Pasé tanto tiempo conmigo mismo, sin más compañía que aquellos insectos
que de vez en cuando coleccionaba en el suelo y la de aquel ángel del que ya
solo deben quedar algunas plumas si es que las plumas duran tanto; decía que
pasé tanto tiempo conmigo que nunca había sido más consciente de este mi
cuerpo, que viene a ser su cuerpo hecho de los mismos materiales, deshecho de
los mismos deshechos, renovando células de la misma manera en que todos lo
hacen. Casi puedo sentir esa sonrisa que hace usted en el rostro, ¡de hecho es
tan pegajosa, siento sus músculos en mi rostro!
Discúlpeme
la risa de anoche; no sabe lo contagiosa que es después de veinte años de no
ver un rostro amigo, de sentir un alma amiga que viene siendo, como le digo, la
misma que yo siento aquí adentro, aunque esa es mucho más probable que esté
hecha de otros materiales, pero con seguridad tiene la misma esencia, ¿no cree?
Permítame,
por hoy, nada más que abrazarlo con fuerza al entregarle esta segunda carta,
nada más que sentir su cuerpo. Mañana, le prometo, continúo con mi historia en
una tercera entrega. Por ahora no tengo fuerzas más que para abrazarlo y
dormir. Estoy muy cansado.
Creo que
dormiré desnudo esta noche. Hasta mañana.
¡Ah!, mire. Esta pluma es para usted. Guárdela, o
si prefiere déjela volar con libertad. Espero que la hoja no le halla despeinado
esos pequeños pelitos de color amarillo tan particular.