Esta es la primera carta de una serie epistolar sin titular aún, que continuaré publicando en este blog dependiendo de dos cosas esencialmente: El interés que demuestren los lectores y la disposición que tenga para su escritura. Es un experimento esta manera de presentar mis textos. Veremos qué sucede.
Llevaba
doscientos treinta y dos meses de prisionero, y es poca la luz que entraba en
mi celda. Y a pesar de haber estado en silencio durante todo este tiempo (es
curioso) no tengo ganas de hablar. Ya me habitué al silencio que pobló mi celda
estos años, silencio del que hacían parte los pasos del guardia que me traía la
comida, los movimientos a veces salvajes del viento y de la lluvia, y casi
todos los sonidos que eventualmente llegaron por la ventana alta. Pero a pesar
de la situación casi siempre tuve cierta paz.
Aquello
del silencio es una regla de esta cárcel en particular. Una vez, tras algunos
meses, desesperé y le pregunté al guardia su nombre. Sentí necesidad de
comunicarme, de escuchar una voz humana; lo único que obtuve de vuelta fue un
período de ayuno forzado en el que tuve que hacer uso de una voluntad
inexistente hasta ese momento en mí. Voluntad de no beber de mi propia orina,
por ejemplo, y de saber controlar la bestia que nace de uno cuando tiene
hambre. Si no me calmaba, si no me callaba, si tenía algún gesto que no fuera
de completo autocontrol en esos días no me volverían a servir la comida diaria.
La falta de contacto humano dejó de importarme. Quizá ese es uno de los
objetivos que se tiene al aislar a alguien de esta manera.
Llegan
momentos en que la mente empieza a flaquear, en que la realidad se desvanece
porque las mismas cuatro paredes llegan a enloquecerte si las ves en todo
momento. Reconocí la locura porque ya mi cabeza no funcionaba igual. Ya la
mente trabajaba distinto, ya no era consciente de lo que me rodeaba. Yo estaba
simplemente ahí en un sitio que no veía, rodeado por paredes que no sentía,
olfateando desechos que ya hacían parte de mi mundo de cuatro paredes y cuatro metros cuadrados. Claro está
que no la reconocí antes de salir de la misma, cuando por error del tiempo se
metió un pájaro por la ventana de la celda tan desesperado que chocó contra las
paredes varias veces hasta caer malherido al suelo. Nunca he podido entender
qué fue lo que le pasó a ese pájaro para resultar así en el suelo de mi celda.
Lo recogí, y de alguna manera me reconocí sosteniendo ese pequeño pájaro
amarillo entre mis manos, después de no ser consciente de mi propia existencia
en la celda. Supongo que fue el hecho de que hubo una grieta en la estricta
rutina de comer lo mismo, de caminar lo mismo, de ver lo mismo, de oír lo
mismo, de no ser capaz de otra cosa que no fuera de lo mismo que siempre.
Se podría
decir que fue un momento de lucidez, supongo, salir de ese estado de trance o de
locura mientras sostenía al pájaro con mis dos manos, sus dos alas extendidas
de pulgar a pulgar y con los ojos blancos, lechosos, casi de la misma sustancia
que salía de su pico y se secaba con extrema rapidez. Sentí sus plumas con un
éxtasis mayor al de los orgasmos que tenía con frecuencia en un rincón de la
celda, pues sus plumas amarillas parecían devolverle la vida a mis ojos,
parecían devolverle el sentido a mi tacto ya tan acostumbrado a la carrasposa
roca que hasta ese momento había sido mi mundo. Me sentía en el pasado, sentía
la fragilidad de la vida en mis manos pero yo me sentía fuerte, tosco, y a
pesar de la debilidad de estar en un mismo sitio y comer las mismas malas
comidas a diario sentía que mis huesos eran ahora duros como las rocas, y mi
voluntad tan indoblegable como los barrotes de hierro en la ventana alta. Y
entonces sentí miedo, sentí que en cualquier momento esa criatura sin vida, sin
alma, que pesaba a lo sumo quince gramos se deshiciera entre mis manos de
piedra. Me agaché y deposité aquel ángel con el cuidado que se merece cualquier
ángel en el suelo, en la esquina más alejada de la rejilla de la comida para
que no lo fueran a encontrar nunca. Me castigarían, quizá, me lo quitarían, me
quitarían la única fragilidad que le quedaba a mi alma. Yo necesitaba recordar
esa fragilidad mientras fuera posible, entonces pensé en aquella cosa que
decían medio en broma pero con mucha ignorancia en el colegio: que la esperanza
es lo último que se pierde. Sé que no es verdad. Yo perdí la esperanza, y lo
que me recordó aquel pájaro fue mi debilidad y mi incapacidad de volar. Y
entonces lloré, en silencio, para que nadie me escuchara.
Este texto paga la boleta.
ResponderBorrarCompañero de tinto: con sinceridad qué bello texto.
ResponderBorrarMuchas gracias Albeiro por pasarte por mi casa. Qué bueno que te gusta.
BorrarUn abrazo.