4 de marzo de 2012

Discurso de la muerte

Buenos días a todos y a todas. En esta ocasión he venido ante ustedes con las manos abiertas y los brazos extendidos. Sé que no es común ver a un muerto en esta posición, pero así siento que me dirijo a ustedes con mayor empatía.
Sé que mi voz, para ustedes, no es más que una voz del pasado; siempre ése ha sido el orden de las cosas. Y sé que los que me escuchan saben de mi muerte, saben cuántas veces caí al suelo y saben cuántas me levanté. Saben que no estuve solo. Agradecería que me recordaran. Tómense un minuto para hacerlo. Quizá hasta puedan recordar cuántos hoyos hicieron en mi rostro, cuántos tiros me pegaron, desde qué altura caí o incluso qué tan repentina fue mi muerte después de la explosión. O quizá tan solo prefieran pensar en mí como algo que no llegó a suceder y murió antes siquiera de nacer.
¿Saben? Antes de morir fui muy importante. No había conversación en que no me mencionaran, mesa en que no bebieran vino a mi salud, en todo el país se hablaba de mí y de cómo, gracias a mí, o por culpa mía, daría el vuelco la historia patria. Yo sé que ahora pocos de ustedes me recuerdan, pero sepan que cuando vivía fui grande. Llegué a ser portada de periódicos, llegué a sacarle las canas al señor presidente de la república e incluso hice reír a algunos descreídos que nunca supieron quién era realmente este hombre con tan poca presencia y tan delgada voz.
La vida me encantaba, era tan feliz que ni la muerte se me pasaba por la cabeza, aunque si no hubiera sido por mi muerte nunca habría sabido cómo era navegar por las aguas del río. Nunca habría sabido qué es volar junto al viento, o ser enterrado bajo tierra y sentir cómo hay una pequeña raíz que insiste en hacerte cosquillas. Eso se lo agradezco a la muerte; me permitió conocer lo que en vida nunca hubiera conocido y nunca hubiera sabido conocer.
Pero ustedes se preguntarán (veo cómo susurra el señor con su vecino) quién diablos era yo. Les diré que ésa no es una duda fácil de resolver, y si no fuera por el tiempo que les apremia a ustedes, los vivos, les contaría en detalle de qué se trata este encuentro, de qué se trata esta pequeña charla de ultratumba, pero no quiero aburrirlos; al fin y al cabo cuando mueran sabrán a la perfección de qué estoy hablando.
Claro, dirán ustedes que entonces qué diablos es lo que están haciendo aquí. Querrán que los deje vivir en paz; ya tendrán tiempo para esto cuando estén muertos. Pero es ahí donde se equivocan y es ahí donde se explica la razón de nuestra reunión secreta. Es decir, yo no les recomendaría que anduvieran por ahí diciendo que un muerto empezó a hablarles desde el atril que estaba destinado al señor rector, así repentinamente sin previo aviso ni presentación adecuada. Podrían considerarlos locos, o peor aún: podrían considerar que saben demasiado y que hay que callarlos. Menos mal los muertos hablan, ¿eh? He aquí la muerta prueba de ello.
Para hacer de esto un poco más lúdico y llegar más rápido a lo que vine a decir quiero que me sigan en un juego. Discúlpenme ustedes si les parece un poco espeluznante y/o doloroso, pero si se atreven a quedarse hasta el final entenderán por qué tal atrevimiento. Quiero que piensen, por favor, en su muerto más reciente. Yo sé que ni siquiera saben quién soy y que no tengo ningún derecho a pedirles tal cosa, pero por favor piensen en su reciente abuelita muerta, su madre, su padre, hermano o hermana; piensen en la muerte más cercana que les haya dolido recientemente.
Antes de avanzar, me gustaría que entiendan que yo ya estoy muerto, no pueden ustedes juzgarme desde ese lado del auditorio por lo que les pido. Ahora, por favor, recuerden el dolor que les produjo. El mío es grande pues se trata de mi propia muerte. Yo sé que no es común proponer un juego como este, pero es por una buena razón, y espero que también por un fin que vale la pena.
Ahora, para la siguiente parte del juego, quiero que piensen en esa última muerte como una idea. Una idea que al morir les dolió tanto como la muerte de su ser amado. Una idea que estuvo siempre viva mientras ustedes nacieron y crecieron, hasta que algo le sucedió. O más doloroso aún, una idea que nació después de ustedes; una idea que vieron nacer, coger fuerzas, crecer con la ayuda de otras ideas hasta que fue una idea grande y fuerte, hasta que ¡paf! Murió. Y ustedes ni se dieron cuenta porque para cuando ya lo habían notado, era una idea muerta.
Y entonces ustedes siguieron viviendo como si nada hubiera pasado, porque a todo muerto hay que dejarlo atrás para sobrellevar la vida. A todo muerto hay que dejarlo en un espacio donde no lo recordemos a cada momento, y si lo hacemos es preferible que ya esté bien enterrado y no podamos verle la cara nuevamente.
Y entonces entro yo a jugar. Aquí es donde se desquitan ustedes de lo que les acabo de hacer pasar y se vengan de mí. Mi parte en este juego es contarles de las muertes que yo recuerdo, y que yo soy. Porque sepan que no estoy solo. Una vez muerto, estás muerto con todo lo muerto (así como cuando estás vivo estás vivo con todo lo vivo).
Y aunque cuando se está muerto ya no hay nada que hacer al respecto, siempre duele un poquito más estando muerto que estando vivo.
A los curiosos que todavía se preguntaban por mí, soy aquellos que murieron dentro de las cámaras de gas nazis. Soy aquellos niños que no pudieron ser más que niños, y que están aquí dentro de este cuerpo muerto. Yo soy el Che, después de ser raptado y asesinado en Bolivia. Yo soy Abel y soy Caín ya muerto. Yo soy dios para algunos, para aquellos quienes piensan que dios ha muerto, y soy el olvido, soy cada muerto no recordado. Soy Eduardo Umaña, Camilo Torres, soy Lennon y soy Kennedy. Pero también soy todo impulso de amor no correspondido, que es otro tipo de muerte. Yo soy mi abuela, mi madre y yo misma, y mi hermano, todos muertos, y puedo hablar de mí como si fuera una mujer y puedo hablar de mí como si fuera un hombre pues después de la muerte ya solo importa lo que fuimos todos juntos, porque son ustedes, los vivos, los que nos juzgan, los que nos recuerdan, los que nos clasifican o los que nos olvidan. Y no solo soy hombre, mujer o niño, soy también todas las ideas que nunca fueron, soy todas las revoluciones que no sucedieron, y eso es más importante que todo ser humano que pueda habitarme, porque es por esas ideas muertas que soy como soy, y es por esas esperanzas muertas que soy lo que soy. La muerte no sería la misma sin tanta historia que lleva adentro. Y vengo aquí en nombre de todo lo muerto, en persona, albergando la gran historia universal de los tiempos. En mí hablan los egipcios, los romanos, los renacentistas, de los primeros hombres de la Tierra hasta los últimos que vivieron, de los olvidados hasta los que permanecen en el recuerdo. Y vengo tan solo a decirles una cosa:
No dejen morir la vida. No dejen morir sus ideas, ellas son las que más pesan en la historia, y las que más duelen. No vayan a permitir que les maten lo único que tienen, no vayan a permitir que les digan qué hacer, y cómo hacerlo, y menos ustedes, que están pariendo el futuro mismo de la vida. No es gratis que haya indignados en todo el mundo, no es gratis que la inconformidad empiece a tener más fuerza que los poderosos. Ustedes están a punto de concebir una nueva era donde son ustedes los que vivirán el mundo que viene. No permitan que sean otros los que vivan el mundo que ustedes están haciendo, porque una vez muertos ya solo tendrán este cuerpo que es la historia y que es la muerte, y que carga con tantas cosas que el peso de su propia historia de muertes le duele. Cuando mueran estarán de este lado del auditorio, así que tomen la vida en sus manos, que la vida es de todos, y no de unos pocos. La vida está de ese lado del auditorio, donde está el pueblo, y no de este donde solo está quien tiene el micrófono. Quién dijo que hacía falta un micrófono para hacerse escuchar. Solo los que están solos necesitan del poder. Pero ustedes no, ustedes ni siquiera necesitan un escenario y un atrio con el escudo de su país para hacerse escuchar. A los muertos, los muertos. A los vivos de ahora y de siempre, a ustedes, todo lo que les queda por vivir. Al pueblo lo que es del pueblo. Y no dejen morir sus ideas, que yo, la Muerte, ya no aguanto más este peso impotente del futuro perdido.

No digas que mis manos son ásperas


No digas que mis manos son ásperas
Arar la tierra las ha endurecido
No digas que ando prevenido
Suficientes desengaños he tenido

No digas que debo olvidar las heridas
Necesito tener buena memoria
No digas que no repase mis cicatrices
No tengo más certezas del pasado

Solo en ellas confío, pues son buen diario
Esta de cuando me caí a los ocho años
Esta de cuando me caí a los dos

Esta de cuando me caí a los veinte
Esta, la primera de mi corazón
Esta no la toques, le falta por cerrar.

No digas que hoy no te quise como siempre
Siempre te quiero como nunca
No digas que me esfuerzo por amarte
Te amo, lo demás son adornos

No me digas que deje atrás el pasado
Necesito saber que he existido para ti
No me digas que me derrumbo con cualquier cosa:
Me derrumbaría, entiéndeme.

Pequeño salde de cuentas


Quiero tomar decisiones apresuradas
Que resulten en una guerra mortal
Quiero ser irresponsable sin regulación
Y a todos saberles mal

Quiero estar fuera de los límites
Quiero escribir sentencias sin repercusión
Y que los condenados vayan a muerte
Y en seguida los verdugos de la ejecución

Quiero que la tierra sea lo único que quede
Los ríos, las aves, los inmensos océanos
Bañados en una sangre nutriente
Que devuelva a la Madre todo cuanto albergue


Quizá después de unos días
De unos meses, de unos años incluso
Una pequeña célula se parta

Y lo empecemos todo de nuevo
Pero para entonces ya habremos muerto
Y que una oportunidad más nos sea dada.