Antes, cuando el barro era barro bajo los pies desnudos, los viejos se sentaban durante horas en los zaguanes. El tiempo pasaba en calma con su silencio; se detenía a veces sobre un mosquito o cantaba con un pájaro en la selva. Las cervezas sudaban frío sobre el entablado mientras el sol atravesaba el cielo y recorría las calles del pueblo. Los viejos miraban al horizonte mientras nosotros nos escabullíamos por detrás de las casas y entre los árboles hacia el río. Allí jugábamos desnudos, hasta que las niñas crecieron y entonces ya no iban, y nos quedamos solo los niños, saltando desde las rocas más altas, hasta que crecimos también y dejamos de ir al río para ir a las ventanas traseras de las casas, donde, con suerte, encontraríamos una chica desnuda para masturbarnos.
Ahora que el barro es suciedad bajo las ruedas de los camiones, los viejos ya no salimos al zaguán. Los niños ya no van al río; se masturban encerrados en sus alcobas. Ahora el tiempo pasa rápido por la avenida, sin detenerse. Lo único que nos queda de aquellas épocas, la única forma de detener el tiempo, de escuchar el canto de un pájaro en la selva, está en las palabras de nuestros viejos, escondidas entre los libros que dejaron en los estantes.
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