Nació
con los ojos cerrados. Si algo le dolía, era la luz que lo inundaba
todo fuera del vientre cálido y silencioso. No quiso abrir los ojos
durante meses. Tenía perfecto control de sus párpados, pero se
limitaba a respirar, lamer, y sentir el cabello de su madre.
Recordaba aquel destello de luz blanca, dirigida hacia él, que
inundaba la brillante habitación, pulcra y desinfectada. Casi podía
sentir el sabor metálico de los instrumentos médicos, recordaba su
horrible sonido sobre la mesa. Hubiera querido volver por donde vino,
deshacerse nuevamente entre la bilis y la sangre y aquella sustancia
pegajosa que había abandonado. Sentía odio y asco de que aquella
mujer hubiera cometido aquel acto inhumano de expulsarlo de su
cuerpo; tomaba leche solo porque sentía hambre, la tocaba solo
porque no podía ponerse en pie y valerse por sí mismo, la olía
solo porque la tenía cerca y aún no podía juntar los dedos sobre
su nariz. Si lo alejaran de su madre, no la reconocería sin sentir
su olor; nunca había visto su rostro.
A
fuerza de costumbre, sus oídos se hicieron sensibles, así como su
piel y su olfato. No mucho más que los demás, tan solo lo necesario
para sentir el mundo sin la luz del sol. También, a fuerza de
costumbre, se hizo una delgada membrana uniendo sus párpados. Su
cuerpo se adaptaba a la irracional decisión de no ver el mundo. El
doctor no supo definir la enfermedad; no supo qué recetar más que
una cirugía para separar la membrana.
La
idea de aquel cuarto brillante y los instrumentos lo martirizaba.
Apenas salieron del hospital echó a correr. Se tropezó un par de
veces, pero su madre corría lento y él se paró sin importar el
ardor en sus manos y el dolor en sus rodillas. El cielo estaba
despejado; buscó sombra. Con el tiempo consiguió unas gafas negras,
pues podía sentir la mirada de la gente sobre sus ojos, sobre
aquella incómoda membrana repulsiva para los demás.
No
tenía que explicarle a nadie; si había tomado la decisión de no
ver las cosas bajo el exasperante manto dorado del sol era su
problema, y nadie tenía por qué entrometerse en su vida. Ya todos
sabían de sus ojos, de su fama entre la gente de la calle. Su piel,
de vivir en la sombra, se había tornado de un color blanquecino casi
tan incómodo a la vista como sus membranas. Como además llevaba
varios años sin bañarse, en los pliegues de su piel (las axilas,
los espacios entre los dedos, su entrepierna, detrás de sus orejas)
era como si se posara la sombra que tanto buscaba.
Era
noche de luna nueva, y la ciudad brillaba tan solo bajo la luz
eléctrica de los postes. Las nubes cubrieron el cielo para enseguida
regarse sobre la tierra. Cuando se apagaron las luces, el ambiente
cambió. Lo pudo sentir en la densidad del aire que respiraba. Los
cuerpos exhalaban un vaho pesado, difícil de respirar. Pronto se
comenzaron a escuchar los gritos; entonces la ciudad volvió a tener
luz gracias a los incendios.
Se
quitó las gafas y escuchó atento; no entendía por qué, en la
oscuridad, el hombre era distinto. Quizá se sentían cubiertos, a
salvo de la mirada ajena. Todos hacían lo que les placía sin el
menor pudor. El olor a sexo se elevó al tiempo que los gritos de las
mujeres; el olor a madera quemada se elevó al tiempo que los gritos
de los niños; el olor a sangre se elevó al tiempo que los gritos de
los hombres. Tomó la decisión de abrir los ojos.
Como
si fueran de papel servilleta, sus membranas se separaron. Se quitó
las gafas negras. Nadie reparaba en el chico sombra, pero él
presenciaba la sinceridad de los seres de luz, la sinceridad de sus
pieles manchadas, de sus dientes límpidos y sus cabellos brillantes.
Presenciaba cómo brillaba el fuego sobre el metal de los carros y
aquella repugnante capa de sudor, brillante, incómodamente
brillante.
Y
entonces pudo unir el sonido de los gritos a los rostros, a la
gesticulación de los labios, pudo unir el olor del fuego a la madera
que se resquebrajaba. De nuevo cubrió sus ojos con las gafas negras;
quiso tener los ojos abiertos, abrirse a la posibilidad de ver
aquello a lo que siempre se había negado, por más repulsivo o
repugnante que le pareciera. Había aprendido que el mal olor no era
de las personas, sino de la ciudad, del espacio por el que caminaban.
Sabía que al bañarse lavaban de su cuerpo los sitios recorridos;
por eso, más que el fuerte olor de los vagabundos, le producía asco
el perfume, la falta de olor; más que la tierra y la suciedad
impregnada sobre la piel de aquellos hombres, como si fuera la
oscuridad, le incomodaba el brillo hipócrita de las pieles limpias.
La limpieza era la traición a la tierra, a la propia naturaleza. La
limpieza era un engaño. La luz era una traición al vientre materno.
La luz era una traición al ser que se había gestado en la
oscuridad.
Al
amanecer aclaró sus pensamientos cuando vio, por primera vez, el
amanecer. Todo se llenó de luz. Sus ojos negros se hicieron claros,
su blanca piel absorbió el sol como si nunca antes lo hubiera
sentido; y es que había comprendido y había tomado una nueva
decisión: Lo que le repugnaba era la luz que reflejaba el cuerpo
humano y todas sus invenciones. Le repugnaba la hipocresía de los
hombres por creerse dioses impecables en su trono de oro, como en
aquellas imágenes religiosas donde los dioses siempre brillan con su
luz propia. Le repugnaba que le hubieran quitado la belleza a los
amaneceres. La repulsiva membrana se tejió nuevamente entre sus
párpados.
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