29 de julio de 2014

disolución cuatro


no eres más que aquello que he creado.
tu pelo existe cuando imagino el viento
tus manos se mueven bajo el agua que me baña
vives los lugares que para ti he dispuesto.

si sonríes es porque se ha abierto una ventana
yo he calzado tus pies descalzos con flores y desiertos
he cambiado el clima, entonces recoges tu pelo
descubres tu cuello y te sientas a la orilla del río

soy el dios más grande
porque a cada instante te doy la piel que te cubre
te construyo con la materia prima de los días.
el tiempo que pasa es el tiempo en el que habitas

mira tus manos. reconóceme en ellas.
mira tu reflejo y recuerda los ojos que te he dado
y luego recorre el mundo;
como un gran arquitecto, lo he construido para ti.

24 de julio de 2014

Sobre la luz y la sombra, o del hombre que decidió no abrir los ojos al nacer

Nació con los ojos cerrados. Si algo le dolía, era la luz que lo inundaba todo fuera del vientre cálido y silencioso. No quiso abrir los ojos durante meses. Tenía perfecto control de sus párpados, pero se limitaba a respirar, lamer, y sentir el cabello de su madre. Recordaba aquel destello de luz blanca, dirigida hacia él, que inundaba la brillante habitación, pulcra y desinfectada. Casi podía sentir el sabor metálico de los instrumentos médicos, recordaba su horrible sonido sobre la mesa. Hubiera querido volver por donde vino, deshacerse nuevamente entre la bilis y la sangre y aquella sustancia pegajosa que había abandonado. Sentía odio y asco de que aquella mujer hubiera cometido aquel acto inhumano de expulsarlo de su cuerpo; tomaba leche solo porque sentía hambre, la tocaba solo porque no podía ponerse en pie y valerse por sí mismo, la olía solo porque la tenía cerca y aún no podía juntar los dedos sobre su nariz. Si lo alejaran de su madre, no la reconocería sin sentir su olor; nunca había visto su rostro.

A fuerza de costumbre, sus oídos se hicieron sensibles, así como su piel y su olfato. No mucho más que los demás, tan solo lo necesario para sentir el mundo sin la luz del sol. También, a fuerza de costumbre, se hizo una delgada membrana uniendo sus párpados. Su cuerpo se adaptaba a la irracional decisión de no ver el mundo. El doctor no supo definir la enfermedad; no supo qué recetar más que una cirugía para separar la membrana.
La idea de aquel cuarto brillante y los instrumentos lo martirizaba. Apenas salieron del hospital echó a correr. Se tropezó un par de veces, pero su madre corría lento y él se paró sin importar el ardor en sus manos y el dolor en sus rodillas. El cielo estaba despejado; buscó sombra. Con el tiempo consiguió unas gafas negras, pues podía sentir la mirada de la gente sobre sus ojos, sobre aquella incómoda membrana repulsiva para los demás.
No tenía que explicarle a nadie; si había tomado la decisión de no ver las cosas bajo el exasperante manto dorado del sol era su problema, y nadie tenía por qué entrometerse en su vida. Ya todos sabían de sus ojos, de su fama entre la gente de la calle. Su piel, de vivir en la sombra, se había tornado de un color blanquecino casi tan incómodo a la vista como sus membranas. Como además llevaba varios años sin bañarse, en los pliegues de su piel (las axilas, los espacios entre los dedos, su entrepierna, detrás de sus orejas) era como si se posara la sombra que tanto buscaba.

Era noche de luna nueva, y la ciudad brillaba tan solo bajo la luz eléctrica de los postes. Las nubes cubrieron el cielo para enseguida regarse sobre la tierra. Cuando se apagaron las luces, el ambiente cambió. Lo pudo sentir en la densidad del aire que respiraba. Los cuerpos exhalaban un vaho pesado, difícil de respirar. Pronto se comenzaron a escuchar los gritos; entonces la ciudad volvió a tener luz gracias a los incendios.
Se quitó las gafas y escuchó atento; no entendía por qué, en la oscuridad, el hombre era distinto. Quizá se sentían cubiertos, a salvo de la mirada ajena. Todos hacían lo que les placía sin el menor pudor. El olor a sexo se elevó al tiempo que los gritos de las mujeres; el olor a madera quemada se elevó al tiempo que los gritos de los niños; el olor a sangre se elevó al tiempo que los gritos de los hombres. Tomó la decisión de abrir los ojos.
Como si fueran de papel servilleta, sus membranas se separaron. Se quitó las gafas negras. Nadie reparaba en el chico sombra, pero él presenciaba la sinceridad de los seres de luz, la sinceridad de sus pieles manchadas, de sus dientes límpidos y sus cabellos brillantes. Presenciaba cómo brillaba el fuego sobre el metal de los carros y aquella repugnante capa de sudor, brillante, incómodamente brillante.
Y entonces pudo unir el sonido de los gritos a los rostros, a la gesticulación de los labios, pudo unir el olor del fuego a la madera que se resquebrajaba. De nuevo cubrió sus ojos con las gafas negras; quiso tener los ojos abiertos, abrirse a la posibilidad de ver aquello a lo que siempre se había negado, por más repulsivo o repugnante que le pareciera. Había aprendido que el mal olor no era de las personas, sino de la ciudad, del espacio por el que caminaban. Sabía que al bañarse lavaban de su cuerpo los sitios recorridos; por eso, más que el fuerte olor de los vagabundos, le producía asco el perfume, la falta de olor; más que la tierra y la suciedad impregnada sobre la piel de aquellos hombres, como si fuera la oscuridad, le incomodaba el brillo hipócrita de las pieles limpias. La limpieza era la traición a la tierra, a la propia naturaleza. La limpieza era un engaño. La luz era una traición al vientre materno. La luz era una traición al ser que se había gestado en la oscuridad.

Al amanecer aclaró sus pensamientos cuando vio, por primera vez, el amanecer. Todo se llenó de luz. Sus ojos negros se hicieron claros, su blanca piel absorbió el sol como si nunca antes lo hubiera sentido; y es que había comprendido y había tomado una nueva decisión: Lo que le repugnaba era la luz que reflejaba el cuerpo humano y todas sus invenciones. Le repugnaba la hipocresía de los hombres por creerse dioses impecables en su trono de oro, como en aquellas imágenes religiosas donde los dioses siempre brillan con su luz propia. Le repugnaba que le hubieran quitado la belleza a los amaneceres. La repulsiva membrana se tejió nuevamente entre sus párpados.