Sentía
el peso de la Tierra bajo mis pasos, como si la Tierra estuviera
encima y yo debajo y, para colmo, de cabeza. Y como si el aire
estuviera aún más debajo, y entonces sentía que en cualquier
momento podía caerme pero no, porque la Tierra es demasiado pesada y
no me dejaba caer. Es una sensación rara que todo esté bocabajo de
repente, pero que además la gravedad hale para arriba y no para
abajo. Son dos cosas distintas, entiéndase. Uno puede ir caminando
por una calle cualquiera, de pie (es decir, no de cabeza), saltando
charcos que quedaron del aguacero, y de repente sentir que la
gravedad de repente ya no está debajo, y entonces empezar a caer
hacia arriba. O, el caso contrario, ir caminando de igual forma por
esa misma calle cualquiera, y que de repente todo esté de cabeza,
pero la gravedad siga estando debajo. Entonces, de igual manera, uno
comienza a caer... pero es distinto, porque esta vez lo que está
debajo es la gravedad, y encima toda la ciudad con sus calles y sus
casas y sus charcos. No sé si me hago entender. Y entonces, están
los otros dos casos. El de siempre, es decir en donde la gravedad y
todo está debajo, y entonces uno camina por esa calle sin
preocupaciones. Sabe que si suelta un lápiz va a ir hacia el suelo y
no hacia donde se le dé la gana, o si escupe para arriba, como dice
el dicho, ya sabemos lo que pasa.
Pero
entonces viene el caso más curioso, y es aquel en que la gravedad
está encima, y no solo eso. ¡Todo está de cabeza! Y entonces es
como una suerte de espejo sobre la propia cabeza, o como un lente de
esos a través de los cuales uno mira y ve todo al revés; incluso la
gravedad se trueca, y entonces todo es normal pero en un sentido
contrario. En fin. El caso es que sentía el peso de la Tierra bajo
mis pasos, sentía como si yo fuera el centro de gravedad, por
decirlo de alguna manera. Y aún así decidí salir de casa. Debí
haberle parado bolas a esa sensación pero me dije que ya pasaría,
que era una de esas bobadas mías de siempre, que siempre me imagino
las cosas más ridículas pero luego vuelvo a la Tierra y listo, no
problem, sin problemas, todo
bien.
Al
comienzo sentí mareo, pero a fuerza de voluntad me fui acostumbrando
a las nuevas leyes de ese universo. Y
entonces caminé las mismas cuatro cuadras de siempre para tomar el
bus, y me senté al costado
del pasillo, como siempre,
cerca de la puerta pero no al lado, para poder ver a todo el que se
subiera. Cuando era más pequeño (cuando
el suelo y la gravedad estaban debajo),
me gustaba sentarme a la ventana, porque entonces miraba hacia afuera
y me maravillaba con el paisaje que cambiaba constantemente, y el bus
pasaba por mi barrio, que era pobre, y luego iba subiendo de estrato,
y a veces salía a la Avenida y podía ver las montañas y los
árboles y la vastedad de la ciudad, que yo sabía que
llegaba hasta aquellas montañas.
Lo que fuera. Pero ahora
me gusta sentarme al pasillo y mirar a quienes se suben, al
conductor, al copilto o copilota (si es mujer siempre es un cuento
muy distinto), en fin, a todo el mundo pero de adentro.
Bajarse
del bus no fue cosa fácil. Siempre se llena desde Fontibón hasta la
Nacho, pero además con el mundo como estaba, daban ganas de salirse
por la ventana. Atravesar todo el pasillo sabiendo que todo,
incluyéndome, estaba de cabeza, fue toda una travesía. Empujar a la
gente para que abriera paso cuando no lo hacía a la voz de
“permiso”, timbrar con una cuadra de anticipación (como
ordenaba el letrerito), luego bajar a tierra de nuevo... no es cosa
fácil sin la gravedad de tu lado. En todo caso, me bajé, y sentí
de nuevo aquel mareo. Es entendible, me dije. Todavía no me
acostumbro. Pero entonces me pregunté por qué todo estaba como
estaba y por qué justo ese
día. Claro que cualquier día hubiera dicho “justo este día”,
sin razón aparente más que el presente. Si me pasa algo, siempre
será hoy. El caso es que todo el mundo caminaba y saltaba y paraba
el bus y se subía y se bajaba como si nada, como si el mundo fuera
el mismo de siempre. Quizá yo era el único que sentía que el mundo
estaba como estaba, y todos seguían caminando de la misma manera.
Eso explicaba que me miraran raro.
Y
así fue todo el día, aunque de vez en cuando me olvidaba. No del
mundo de cabeza, sino de que me miraran raro. Fui a la biblioteca y
busqué noticias mundiales del día; nada
que me diera pistas de lo que estaba pasando. Me dije que quizá
sería un malestar de esos que a veces me dan y que son
insoportables. Me da mareo, dolor de cabeza, y a veces siento
malestar intestinal. Entonces, no solo fui a la biblioteca sino
también al baño. En más de una ocasión. Nada fuera de lo normal.
Me comenzaba a preocupar porque siempre había señas de una u otra
manera de que el mundo, o yo, no era el que era. Entonces, me dije,
lo mejor es hacer una caminata. Una caminata siempre es buena para el
organismo, y uno anda en medio del mundo o de la gente, así que
abarcaba mis dos preocupaciones. Pero cada vez me mareaba más y, a
medida que iba avanzando, iba sintiendo que la gravedad se hacía más
fuerte, y todo de cabeza me hacía dar ganas de vomitar. Tuve que
parar en una panadería en la que hacen un pan delicioso. La mesera,
de cabeza, me preguntó si deseaba algo para acompañar el pan. No,
le dije, no me siento del todo bien. ¿Desea que se lo lleve a la
mesa? Sí, gracias. Y entonces salí (porque era una panadería con
terraza), y me senté en una silla en dirección contraria a la
panadería, para poder ver el cielo. El
pan se demoró más de cinco minutos en llegar a la mesa, y yo estaba
preocupadísimo de que también el tiempo se me estuviera poniendo de
cabeza. Y bien hice en preocuparme, porque cuando me paré a pedir mi
pan por segunda vez, la mesera me dijo algo que hasta ahora no
olvido, y que todavía me genera escalofríos. Me dijo, Pero si yo ya
le llevé el pan. No señora, usted no me lo ha traído. Yo sí se lo
llevé al joven, le decía a la otra mesera, y la otra mesera
simplemente se ponía en otra actividad. Para no incomodar más con
mis problemas (estaba convencido de que eran mis problemas), le dije
que entonces podía llevarme OTRO pan. Y que no habría ningún
problema con eso. La mesera, emberracada, me lo pasó ahí mismo,
hirviendo. Gracias, le dije. De nada. Me senté de nuevo a la mesa y
miré el cielo, y cerré los ojos, y entonces imaginé el cielo que
podía ver con tan solo separar los párpados. Sentía los carros
pasando, sentía a esa mesera atendiendo a otras personas que
pasaban, algunas viejitas que llevaban el pan a su casa, otras que
iban por una aromática. En fin. Todo el mundo pasaba de cabeza con
la mayor tranquilidad del mundo, como si todo fuera cotidiano, como
si nada estuviera fuera de su lugar.
Si
no era yo, y no era el mundo entero (todos estaban bien, o parecían
estar bien), me dije que tenía que ser algo más. Y ahí fue cuando
recordé que yo sí me había comido el primer pan, y no solo eso,
sino que yo había ido a esa misma panadería el día anterior (a
estas alturas no puedo afirmar que fuera ayer, porque como están las
cosas podría ser mañana), y además luego había ido a caminar, y a
la universidad, y me habia devuelto a mi casa. Algo andaba mal, y
esta vez no solo con la gravedad y el mundo y la Tierra y todas esas
cosas del lente y del espejo, sino que además algo andaba mal con el
tiempo. Era como si ahora le
hubiera dado el capricho de ir hacia atrás, porque de repente me
pagaron el pan que me había comido, y para colmo las viejitas
llevaban el pan de su casa a la panadería, y yo me devolvía por
toda la 45 hasta la universidad, y la gente ya no me miraba raro sino
que yo los miraba raro a todos ellos, porque cómo es que no se daban
cuenta de todo lo que estaba pasando. Y hubiera seguido así mi día
hasta volver a mi cama, a aquella sensación inicial de que todo
estaba de cabeza, si no es por un suceso inverosímil del todo, un
suceso increíble si se quiere. Levanté mi cabeza y las nubes que se
devolvían a la parte trasera de los cerros, y el sol que cada vez se
alejaba más del cénit, y todo el peso de la Tierra bajo mis pies, y
todo de cabeza, como jalando hacia arriba el mundo, que debía estar
debajo pero que estaba encima, todo eso se volcó sobre sí mismo
cuando una paloma cayó o subió, ya ni sé, de lo alto del cielo, de
lo bajo del cielo, y se precipitó hacia la tierra como si fuera un
yunque, o un piano, y entonces supe que no era yo, no era yo el de
los problemas, porque la paloma se desplomó y cayó con todo su
increíble peso al suelo, irrespetando las leyes de la gravedad
porque en realidad no cayó sino que salió volando fúrica contra el
suelo, irrespetando las leyes del tiempo porque iba hacia delante, es
decir no aterrizaba sino que despegaba, sin temor a romperse el
cuello, sino con una rabia de ir contra todo, de atravesar el suelo y
de ir hacia atrás, hacia el pasado pero
hacia delante, como si nada
hubiera pasado, y nadie la miraba, nadie gritó cuando su pico dio
contra el suelo y todo se volteó de nuevo, y la gravedad estuvo
debajo y el mundo ya no estuvo de cabeza, y ya no sentía yo el peso
de la Tierra bajo mis pies sino que la Tierra sentía mi peso y
entonces me quedé inmóvil, mirando cómo aquella paloma iba tenaz
contra el cielo de nuevo, imponente.
No
pude dormir bocarriba nunca
más, como era
mi costumbre. Aún
siento, a veces, cómo el colchón me oprime el pecho. Y entonces
pienso en la paloma.