Mis dedos van a galope, mi corazón los acompaña. Necesito un campo abierto, necesito un corazón valiente que abra valles donde correr, donde los dedos no encuentren obstáculo, donde las palabras no sean más que pequeños brotes de la verdad que sale de adentro, como las gotas de rocío que humedecen la blanda tierra, el tesoro anhelado. Busco todavía ese corazón, busco todavía esos campos que me ayuden a alzar vuelo, busco un simple latir, sencillo, que no sea más que eso. Ni siquiera un latir del mismo corazón, puede ser un corazón azul, negro, verde, blanco, o del mismo triste color del mío, pero que reconozca en su latido ansias de llanura. En definitiva, busco un corazón que tome de la mano (o de la arteria) al mío, y que esté dispuesto a compartir mi misma sangre, a galopar las mismas verdades, que yo estoy dispuesto a cuanta sangre y verdad, y llanura.
Sobre el horizonte se siente una senda, se siente un camino, que no se ve. Se siente un camino que guía a un pequeño terruño que ofrece lo esencial. Un pequeño pedacito de agua, que corre siempre, que corre y no para, y se siente como esas goticas de rocío: frío, sincero, renovador. Ofrece también un gran pastizal en el que se asienta la neblina que se alza con la luz y nos hace saber de un mundo ajeno, de un mundo desconocido que está ahí como un espíritu. Ofrece unos cuantos árboles que adornan la vista con su imponencia centenaria, alzándose ante todo, mirándolo desde arriba, desafiando a Dios.
En ese terruño, de la mano, de la arteria a un corazón que me acompaña me encuentro con un hombre pequeño. Me sorprende su gran abrazo, cálido como el fuego que enseguida enciende en un horno de barro. El mordizco que se avecina es esencial, es tan puro como los primeros tiempos y como la primera mujer y su hombre (cuando de pertenencias no se entendía nada, ni siquiera el cuerpo propio, porque era de todos). Y más que el mordizco, la savia que se salva, la savia que nos nutre hasta el alma, la que nos hace pensar en nada más que su sabor y sentido, tan vano, tan mínimo.
Ya hemos comido, estamos el corazón que me acompaña y el mío y el hombre del horno de barro, que ahora adquiere su eterno nombre de cocinero. Y entendemos que la asociación de la primera mujer y su hombre no fue gratuita, pues ahí viene su mujer, la primera mujer, con una jarra al hombro, suponemos que repleta de agua. Nos detenemos acá para hacer un par de comentarios: el primero, no se hablará más en singular, porque yo ya soy nosotros, así como ellos. El segundo, ¿desde cuándo el hombre cocina y la mujer carga el agua desde el río?
Grata sorpresa, no era agua, era vino. Servido en la mesa, el vino, nos bendice, nos da nombre, y hace su oración: “vengo a esta mesa a ser bebido por los bendecidos humanos, los santos y benditos, los únicos que saben del amor. Vengo a ser ofrecido, recogido a manera de uva de la tierra, en acto sagrado, para luego venir a este jarrón como el buen vino que soy, como el buen vino que viene a ser bebido por ustedes, las personas, que se han sacrificado por el perdón de sus pecados, que se han sacrificado buscando el sagrado valor del amor y dejando de lado el pecado de la sumisión. Vengo a esta mesa a ser bebido, y me doy a ustedes. Soy todo suyo”. Con esto, tomamos las copas y bebemos, sagradamente (pues qué se podía esperar de un vino que nos bendice), y cuando bebemos sabemos la Madre, sabemos la Tierra, y comprendemos, de una vez por todas, que nada es nuestro, pero que somos de todo.
La mujer y su hombre ya no están. ¿Espejismo, visión? Buscamos desesperados, en los campos, en el río, incluso en el horno de barro, y entendemos que somos nosotros, y que nos ha sido entregado el papel inmemorial de la humanidad, somos los primeros, los sin pertenencias, los que no han podido ya hablar en singular.
Entonces me dispongo a prender el horno de barro. Salgo a buscar leña a través de la niebla, descalzo, y las gotas de rocío se meten por mis poros hasta el torrente sanguíneo. Y ella se dispone a traer agua del río. Me detengo un momento y miro a lo lejos. Los árboles están húmedos. La tierra está húmeda. Se empiezan a vislumbrar las montañas pues la niebla se disipa. Ha llegado el momento de vivir como esa pareja de primeros humanos, que pensamos eran aquellos, y al final hemos entendido que siempre fuimos nosotros, para siempre nosotros. Hasta que la niebla se levante de nuevo y lleguen otros, a través de un sendero, de un camino, que termina en este pequeño terruño.
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